El malvado pelmazo

POR LA ESCUADRA

El malvado pelmazo

A sus considerables 60 años, José Mourinho mantiene la incorregible conducta que define su carrera como entrenador, una mezcla de gamberro, histrión y chiquillo consentido, nociva para el fútbol y para cualquiera que no entienda la vida como un foco constante de conflicto. En el Olímpico de Roma, después de la derrota del Roma contra el Sevilla, comunicó por enésima vez que nunca cambiará, primero porque es el narcisista de libro que está encantado de conocerse y, peor aún, porque todavía encuentra rédito popular a sus fechorías.

En términos estrictos, no pasaría del típico personaje ruidoso que tanta fortuna ha hecho en el fútbol. No le falta palmarés, pero eso no le concede ningún permiso para asaltar y traspasar los límites de la decencia. Por desgracia, Mourinho, que no pasará a los libros como un innovador, ni como un técnico con vuelo y sentido de la aventura, ha vendido durante toda su trayectoria que la clave de sus éxitos radica en la malicia, el desprecio por las normas y el abuso.

El patético comportamiento de Mourinho en Budapest retrata su personalidad

Inquieta que la venta de un producto tan lastimoso, que atenta contra todos los márgenes de la dignidad, obtenga tan buena venta popular y mediática. Lejos de rebajar la consideración que merece como entrenador, son las malas artes de Mourinho las que provocan la admiración de un nutrido sector del fútbol y el periodismo, con una nefasta incidencia social. Eso que ha venido en llamarse mouriñismo es la apelación y el abrazo al modelo de actuación que convierte en santones políticos a bocazas impúdicos, dueños de los peores impulsos, respaldados popularmente por la fascinación que produce la maldad.

A estas alturas, después de ganar nada o muy poco en los últimos años –la Conference League el pasado año con el Roma–, Mourinho ha dispuesto de tiempo más que suficiente para desprenderse de sus chifladuras y asumirse como lo que es: un entrenador sin más, con el oficio que dan los años. Ese viaje interior no se ha producido, ni se producirá. No se lo plantea Mourinho, ni sus huestes. Se decepcionarían si el personaje abandonase su artera actividad.

En la final que el Sevilla mereció ganar, el Roma reprodujo la principal seña de identidad de Mourinho en el fútbol: empequeñecer a sus equipos, una manera recurrente de expresar las inseguridades, camufladas detrás de sus groserías, rabietas y desvaríos victimistas. Siempre ha sido así, cuando ganó, lo que no es tan sorprendente cuando diriges a equipos como el Real Madrid, Inter de Milán, Chelsea o Manchester United, y cuando pierde.

El entrenador del Roma, Jose Mourinho, se quita la medalla de plata de subcampeón de la Europa League

El entrenador del Roma, Jose Mourinho, se quita la medalla de plata de subcampeón de la Europa League

Petr David Josek/AP

Su patético comportamiento en la final de Budapest retrata su personalidad y su trayectoria. Insultó a los árbitros después del partido, se procuró la atención de las cámaras y eligió el césped, en lugar de la intimidad del vestuario, en el fervorín a sus jugadores después de la derrota y predispuso a los hinchas del equipo italiano a la amenazante actitud que algunos de ellos emplearon contra el árbitro inglés y su familia un día después, en el aeropuerto de la capital húngara.

Igual de impresentable, pero con un tristísimo alcance pedagógico, fue su decisión de lanzar su medalla de plata a la grada, una de sus típicas rabietas cuando estalla su burbuja particular, habitada por un egocentrista que niega a esa plata el valor que tiene, el del esfuerzo de sus jugadores y el recorrido del equipo.

Mucha gente, demasiada gente, encontrará sus últimas astracanadas como una prueba de carácter y torería, cuando sólo son el síntoma de la extrema debilidad de Mourinho, un pésimo ejemplo social y un pelmazo de categoría.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...