Los primeros ucranianos que se establecieron en Canadá fueron soldados de infantería que en 1812 lucharon junto a los británicos, mercenarios polacos y suizos francófonos (el llamado “Regimiento De Watteville”) en la Península de Niágara. Algunos decidieron quedarse porque las estepas de Alberta les recordaban a las de su tierra, y porque no había nada que los atara a sus casas. Medio siglo después, otros procedentes de la Galicia centroeuropea -una región pobre y superpoblada- se apuntaron a la fiebre del oro en la Columbia Británica, igual que menonitas y alemanes. Ya entonces Ucrania estaba dividida, su zona occidental parte del imperio austro-húngaro, y la central bajo la autoridad de la monarquía rusa.
La región de las Grandes Praderas (Alberta, Manitoba y Saskatchewan) necesitaba a finales del siglo XIX y principios del XX agricultores curtidos y dispuestos al sacrificio. Y aunque la tierra siempre es dura, algunas son más duras que otras, y a los ucranianos les pareció que la de Canadá era pan comido en comparación con la de su país, a pesar de que eran víctimas de discriminación por parte de los inmigrantes escandinavos y germanos. También del propio gobierno canadiense que, durante la I Guerra Mundial, los encerró en campos de internamiento (como los Estados Unidos a los japoneses tras el ataque a Pearl Harbor), uno de los episodios más vergonzantes en la historia del país.
La gran estrella de la NHL se acerca peligrosamente al récord de goles (894) del legendario Wayne Gretzky
Pero nuevas oleadas de ucranianos, pueblo sufrido donde los haya, siguieron llegando tras la Gran Depresión y la caída del Muro de Berlín, no ya solo para cultivar las Grandes Praderas sino para habitar los bosques de Ontario y Quebec, como refugiados y profesionales urbanos en Montreal y Toronto. Hoy hay un millón y medio (Canadá tiene la tercera comunidad más grande del mundo después de Rusia y la propia Ucrania), con su propio dialecto y una cultura híbrida.
La provincia con más habitantes de origen ucraniano es Alberta, y la ciudad es Edmonton, con unos cien mil (una décima parte de la población, muy movilizada en el envío de ayuda a Kiev). Y ahí es donde ha tenido que ir a jugar el ruso Alex Ovechkin, gran estrella de la NHL (liga norteamericana de hockey sobre hielo), colega de Putin, que hizo campaña por su reelección como presidente y se ha fotografiado con él. Un Rogers Place lleno de banderas azules y amarillas y pancartas de solidaridad con el país lo abucheó cada vez que tocó el puck , en un partido que los Washington Capitals perdieron en la prórroga para placer de los locales.
Los rusos de la NHL (más de 40) han tenido que acostumbrarse a los pitos, viajan protegidos por guardaespaldas y hasta hay quienes piden que sean expulsados hasta que Rusia se vaya de Ucrania. Su situación, al margen de simpatías políticas, es muy complicada porque muchos tienen a sus familias en Moscú y piensan regresar allí cuando se retiren. En Norteamérica son objeto de amenazas, y el Kremlin ni olvida ni perdona. Ovechkin había pensado cambiar su imagen de Instagram, en la que aparece junto a Putin, por un símbolo de paz, pero fue advertido de que mejor no tentar al diablo.
Alex Ovechkin, de 36 años y que ha hecho toda su carrera en los Capitals, no fue precisamente bienvenido en Edmonton. Y no solo por la guerra y la política, sino porque está a solo ciento veintidós goles del récord de Wayne Gretzky, el gran ídolo de la ciudad y mejor jugador de hockey sobre hielo de la historia, que llevó a los Oilers (el equipo local) a cuatro Stanley Cups. Ya ha sobrepasado a leyendas como Marcel Dionne, Brett Hull y Jaromir Jagr, y arrebatarle ese récord sería de todo punto imperdonable.