El 8 de marzo de 1971, hace ayer cincuenta años, los árboles anunciaban ya la llegada de la primavera en el Central Park de Nueva York. Tres kilómetros al sur, un flamante Madison Square Garden se preparaba para lo que había sido bautizado como el combate del siglo , y probablemente lo fue: Muhammad Alí contra el campeón de los pesos pesados Joe Frazier, ambos invictos.
Al atardecer, con las luces crepusculares reflejándose en el cristal de los rascacielos de Manhattan, abrieron las puertas del recinto y empezó a llenarse con veinte mil aficionados que habían pagado desde 20 dólares por las entradas más baratas (arriba de todo) hasta 150 dólares (700 en reventa, una fortuna de la época) por las de primera fila de ring, allí donde la sangre te salpica en la cara. Todo el que era alguien en el Nueva York de la época había conseguido una, comprándola o por invitación: Frank Sinatra, Diana Ross, Woody Allen, el senador Edward Kennedy, Bill Cosby, Paul Newman, Barbra Streisand, los astronautas del Apollo XIV, entre ellos Alan Shepard, el primer norteamericano que fue al espacio... Los hombres iban vestidos con abrigos de piel hasta el tobillo, pantalones de terciopelo y sombreros con plumas, la moda de la época. Las mujeres, con trajes largos de gala o en minifalda. Quien no estaba no era nadie.
En 1971, cuando Frazier y Alí subieron al ring, diez norteamericanos todavía morían al día en Vietnam
Los promotores, entre ellos Jack Kent Cook, que fue propietario de los Washington Redskins, habían financiado una bolsa de cinco millones de dólares, la mitad para cada púgil, y vetado la retransmisión en directo de la pelea en los Estados Unidos. Sólo se podía ver en teatros, estadios al aire libre como el Three Rivers Stadium de Pittsburgh, a ocho grados bajo cero, y recintos como el International Amphitheatre de Chicago, donde la policía atacó a un millar de aficionados que no tenían localidades pero aún así pretendían entrar. Todo el país y todo el mundo estaban pendientes.
De muchos combates de boxeo y partidos de fútbol se ha dicho que eran más que eso, pero en este caso fue cierto. En unos Estados Unidos convulsos por una guerra de Vietnam en sus últimos estertores, en la que todavía morían diez norteamericanos al día, con Richard Nixon en la Casa Blanca, el movimiento de los derechos civiles en plena efervescencia y el recuerdo de los asesinatos de JFK, Robert Kennedy y el reverendo Martin Luther King muy frescos en la memoria, Alí y Frazier simbolizaban dos polos opuestos. A grandes rasgos, los negros estaban con el primero y los blancos con el segundo.
Muhammad Alí era el rebelde por excelencia, que se había hecho musulmán, afiliado a la Nación del Islam (un polémico movimiento político-religioso que según sus detractores era antisemita, supremacista y promovía la separación racial) e idolatrado a Malcolm X, hasta su asesinato en 1964. La negativa a luchar en Vietnam como objetor de conciencia le había costado una sentencia de cinco años de prisión (que no tuvo que cumplir tras apelar al Tribunal Supremo) y la paralización de su carrera profesional cuando estaba en pleno apogeo. Aquel 8 de marzo, después de tres años y medio fuera de los cuadriláteros, sólo había disputado dos peleas de preparación, una de ellas contra Óscar Ringo Bonavena. Era adorado u odiado.
Joe Frazier, por el contrario, era un negro de clase trabajadora que no se metía en política. El más pequeño de doce hermanos, nació en Carolina del Sur y pasó su infancia en una granja, en un mundo donde el Ku Klux Klan aterrorizaba impunemente a los de su raza. Se formó profesionalmente en Filadelfia, en un gimnasio del norte de la ciudad que ahora es una tienda de muebles y colchones, donde se entrenaba dando golpes a un saco lleno de ladrillos y mazorcas de maíz. Y si, al margen del color, hay un boxeador de la vida real en el que se inspira el personaje cinematográfico de Rocky (Sylvester Stallone), ése es él. Tipo de sonrisa fácil, se tomaba unas cervezas con los vecinos o se le veía en el taller de un amigo –con su característico sombrero de cowboy– para ayudarle a reparar coches.
Cuando el ex campeón cumplió su sanción y quiso volver al ring, fue a pedir ayuda a Smoking Joe , que habló en su favor, le prestó dos mil dólares para ir tirando y accedió a combatir con él con el título unificado en juego. Pero en vez de agradecérselo, lo ridiculizó públicamente como boxeador y como persona, como un Tío Tom (término despectivo para referirse a un negro sumiso con los blancos). Ello abrió una profunda brecha que nunca se cerró del todo. Para fastidiar, Frazier no se refería a su rival como Muhammad Alí sino como Cassius Clay.
En marzo de 1971 Frazier era mejor boxeador que un Alí desentrenado, y a pesar de su menor envergadura (1,84 frente a 1,91) dominó el combate con unos devastadores ganchos de izquierda que neutralizaron los jabs y derechazos de su contrincante. En el último de los quince asaltos, dio con él en la lona y se aseguró una victoria unánime a los puntos. Fue una pelea durísima, que le obligó a ingresar en el hospital, y el momento álgido de su carrera. George Foreman le despojó del título en 1973, y Alí ganó las dos posteriores peleas entre ambos, la segunda de ellas el célebre thrilla in Manila .
El combate del siglo fue más que boxeo. Fuera del ring fue la lucha entre dos visiones de la historia, del racismo, de la injusticia, de la religión y del patriotismo, una batalla entre las dos almas de los EE.UU. Dentro, una pelea entre Cassius Clay y el Tío Tom . Mejor dicho, entre Alí y Frazier.