Enmendar a los clásicos (sin consentimiento)

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La premio Nobel Olga Tokarczuk brinda un repaso feminista de Thomas Mann, Percival Everett reescribe a
Mark Twain desde el antirracismo: la fórmula de sacudir el canon con intención política y ojos actuales no es nueva, pero se practica y se premia más que nunca

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Ilustración: Edmon de Haro 

 

En la tercera temporada de la serie Hacks, una de las comedias mejor escritas de la televisión actual, hay un chiste recurrente sobre los posibles proyectos que podría desarrollar el personaje de Ava, una guionista que pasa por un buen momento. Jimmy, el representante de talentos, va sugiriéndole ideas que la industria se muere por producir. Hay tres caminos, y los tres son derivativos. El primero consiste en adaptar algo ya conocido, lo que sea –según Jimmy, varios estudios se pelean por financiar una película basada en el juego de mesa Operación–, el segundo, hacer un spin off –“a la generación zeta le encanta la cucharilla de La Bella y la Bestia, les interesa su vida amorosa”, jura– y el tercero es el mejor, consiste en hacer un guion que parta de un clásico y le corrija los errores del pasado. Ahí Jimmy tiene para Ava una carta ganadora: “La bella durmiente… pero, esta vez, con consentimiento”.

La idea de partir de una obra canónica y volver a contarla desde otro punto de vista, dejando al descubierto los puntos ciegos del original, no es nueva, y ha producido obras que ya son a su vez canónicas. En 1964, una anciana y enferma Jean Rhys, que llevaba décadas desaparecida del mundo literario y estaba viviendo en una barraca precaria en el Sur de Inglaterra, publicó El ancho mar de los Sargazos. Esta precuela de Jane Eyre toma el personaje de Bertha Mason, la ex mujer de Rochester encerrada en el desván de la casa, una mujer a la que tienen por loca y peligrosa, y le da un pasado y unas razones. Bertha, en la versión de Jean Rhys, ni siquiera se llamaba Bertha, sino Antoinette, y es una jamaicana blanca, descendiente de los propietarios de esclavos (como la propia Rhys, que nació en la isla caribeña de Dominica), a los que llamaban cucarachas blancas, con una historia de desgracias a sus espaldas, y marcada por el trauma. Trauma a secas y trauma intergeneracional, el que se hereda debido a sucesos históricos. Puestos a leer a Antoinette con los ojos de la actualidad hasta podríamos decir que ha sufrido luz de gas a manos de Rochester. Hay una línea recta entre la paranoia obsesiva de esa mujer y el ninguneo al que le somete su marido.

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Percival Everett, autor de 'James' 

X. Cervera
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Mark Twain, autor de 'Las aventuras de Huckleberry Finn' 

Archivo

El ancho mar de los Sargazos sirvió, a la corta, para aliviar los últimos años de su autora, que falleció en 1979, con 88 años que contaban casi como 288 por la intensidad con la que vivió y las veces que la dieron por muerta. Y, a la larga, para reformular un tropo novelístico, la loca del desván, y señalar a la vez un camino que seguirían otros autores, la revisión feminista y poscolonial de un texto victoriano.

Casi seis décadas más tarde, la fórmula que consiste no solo en revisitar un clásico sino en enmendarlo está perfectamente aceptada y es casi la manera dominante de entenderse con un canon que siempre va a resultar incómodo si se lee con ojos actuales. La premio Nobel Olga Tocarczuk acaba de publicar Tierra de empusas, una novela que dialoga con La montaña mágica, de Thomas Mann, y que se presenta como un homenaje a un autor idolatrado por la autora pero también como una relectura feminista. Percival Everett ganó el National Book Award y quedó finalista del Booker con James, publicada recientemente tanto en castellano como en catalán. El James titular es el esclavo Jim que acompañaba a Huck en Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain.

La escritora Sandra Newman hizo un ejercicio similar en Julia, la novela que recuenta el 1984 de George Orwell desde el punto de vista de la amiga de Winston, el protagonista de la original. Julia, una mujer sexualmente empoderada en un mundo que premia la castidad, se acerca a las mujeres y a los proles, las capas más pobres de la sociedad distópica que imaginó Orwell. Lo curioso de este ejercicio es que fue autorizado y prácticamente encargado por los herederos de Orwell, quizá como una manera de dar vigencia al original, que cumplía setenta y cinco años.

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Olga Tokarczuk, autora de 'Tierra de empusas' 

Kim Manresa / Archivo
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Thomas Mann, autor de 'La montaña mágica' 

Getty

En el 2023, Barbara Kingslover ganó el Pulitzer de novela con Demon Copperhead, una versión del David Copperfield de Charles Dickens, ambientada en la actualidad en los Apalaches estadounidenses y en la que Demon es hijo de una madre adolescente que vive en una autocaravana. Dado que decir Apalaches ya se ha convertido en Estados Unidos en una etiqueta que evoca un tipo de contenido –pobreza blanca, malas dentaduras, adicción al fentanilo–, en este caso la intención de Kings­lover no es tanto enmendar a Dickens sino demostrar que si se nace pobre hoy en Estados Unidos hay tantas probabilidades de morir pobre como en la Inglaterra victoriana. Diga lo que diga el actual vicepresidente de ese país, J.D. Vance, que se hizo famoso con unas memorias, Hillbilly. Una elegía rural (Deusto, traducción de Ramón González Férriz), en las que pretendía demostrar que se puede salir de los Apalaches y llegar a ser millonario y, más tarde, ariete del nuevo autoritarismo.

Entra de manera más clara en el terreno de la enmienda Call me Ishmaelle, la versión feminista de Moby Dick que publicará en breve la sinobritánica Xiaolu Guo (se ha vendido ya a veintiséis  lenguas) y en la que la protagonista es Ishmaelle, una marinera nacida en la costa de Kent que se embarca en el Nimrod tras el estallido de la Guerra de la Independencia estadounidense. El barco es también un modelo de diversidad: lo lidera el Capitán Séneca, un afroamericano que es esclavo liberado, y allí están también un arponero polinesio y un monje taoísta que lee el I-Ching.

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Jean Rhys, autora de 'El ancho mar de los Sargazos' 

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Charlotte Brontë, autora de 'Jane Eyre' 

Getty

Las revisiones tampoco se limitan a las novelas. Se ven cada vez más a menudo en la no ficción. La ensayista argentina Tamara Tenenbaum acaba de ganar la primera edición del Premio Paidós con Un millón de cuartos propios. Tenenbaum recibió en el 2022 el encargo de traducir Un cuarto propio de Virginia Woolf y se encontró con que podía dialogar con ese clásico proponiendo un “contramundo plebeyo y feminista” desde la actualidad y en el que hiciesen aparición también Tinder, la precariedad laboral, la comida, el resentimiento y algo que nunca preocupó mucho a Woolf, el dinero.

Al recoger el premio, Tenenbaum dijo que estaba yendo a Un cuarto propio “a hacer lo que Virginia decía que hacemos con los clásicos griegos: a buscar, más que lo que Virginia tenía, lo que a nosotras nos falta”. Ahí resume parte de lo que impulsa la escritura de estos libros, tan distintos entre sí en intenciones y en estilo como los propios clásicos a los que interpelan. Buscar las cosquillas a los clásicos es, además de una manera de interpelarlos desde el presente, una forma muy ágil y efectiva de vender un libro en el sentido de hacerle un pitch de ascensor. Se tarda mucho menos en decir “relectura feminista de Lolita” que en buscar palabras nuevas para explicar que hay un libro que cuenta la exploración del deseo femenino etcétera.

La también argentina Leticia Martín, por cierto, se llevó en el 2023 el premio Lumen de novela con Vladimir, en la que una profesora de mediana edad se acuesta con el hijo adolescente de su amiga. El chico se llama Vladimir, sí, y la novela se promocionó como una “lectura femenina” del muy contestado clásico de Nabokov.

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Barbara Kingslover, autora de 'Demon Copperhead' 

Samir Hussein / Getty
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Charles Dickens, autor de 'David Copperfield' 

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Para el filólogo y crítico Antonio Monegal, leer clásicos ya es de por sí enmendarlos. “Siempre los hemos problematizado en la lectura. Cada vez que uno vuelve a un clásico, lo lee en función de los parámetros culturales de su época”. A Monegal le parece interesante la idea de la secuela, de tomar un personaje lateral de un texto y darle una historia propia, pero tiene reparos con la posibilidad de cancelar obras que nos incomodan y “hacer circular versiones modernas más políticamente correctas”, porque eso hace que se pierda, dice, la perspectiva histórica.

“Para ser crítico con los productos de épocas anteriores hemos de conocerlos por sí mismos”, afirma. Y no pensar de paso que la visión de hoy es la definitiva. “Nuestra hipersensibilidad ante estas cuestiones es tan fruto de una época como los prejuicios que señala. Lo importante es que un libro funcione por sí mismo, que el relato se aguante y produzca interrogantes. Si lo miramos de esta manera, muchos de estos ejercicios pueden ser muy valiosos si no caen en el panfleto”, dice.

Casi todos esos libros nuevos que se escriben encima de viejos libros parten de una relación intensa y a veces torturada, la que tiene el autor moderno con el clásico en cuestión. Los han leído mucho y son obras que les deslumbran tanto como les sublevan. Olga Tokarczuk reconocía en una charla con su traductora al inglés, Antonia Lloyd-Jones, que Thomas Mann tuvo una enorme influencia en su manera de entender el mundo, y que precisamente por eso lleva décadas “peleándose” con La montaña mágica.

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Tamara Tenenbaum, autora de 'Un millón de cuartos ropios'  

Carlos Ruiz
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Virginia Woolf, autora de 'Un cuarto propio' 

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En esa conversación, recogida en la revista Lit Hub, aclara: “Ahora, cuando leemos muchas obras clásicas de la literatura nos choca la ausencia de mujeres, o simplemente su misoginia. En mi niñez, como una lectora ardiente, simplemente aceptaba que las cosas eran así: el mundo pertenecía a los hombres. Los clásicos están llenos de hombres discutiendo sobre asuntos serios y pasando por dilemas existenciales, mientras que las mujeres están escondidas al fondo en sus roles sociales, preocupándose porque se les ha quemado el pudding o porque llevan un sombrero pasado de moda, intentando ser buenas madres, amantes atractivas y esposas con recursos. La montaña mágica es un ejemplo de esos grandes libros sin mujeres”. Su Tierra de empusas arranca con el suicidio de una mujer y está llena de páginas en las que solo hablan hombres, a veces tomando prestadas “perífrasis y criptocitas”, como las llama la autora, de Platón, San Agustín, Shakespeare, Nietzsche y Freud (parte de la gracia de leer la novela es encontrarlas) y todas ellas, puestas en la boca de hombres ridículos, suenan también bastante ridículas.

Percival Everett insiste en sus entrevistas en que su novela no debe ser vista como un “correctivo” a Mark Twain, sino como una conversación, en este caso se entiende que de igual a igual. “Las aventuras de Huckleberry Finn es la fuente de mi novela. Espero haber escrito la novela que Twain no escribió y tampoco pudo escribir”, dijo el autor, que no teme el riesgo –en el 2022 publicó The Trees, una comedia sobre linchamientos– al jurado del Booker. El debate sobre si Huckleberry Finn, considerada tradicionalmente como una de las primeras novelas antirracistas publicadas en Estados Unidos, debe enseñarse o no en las escuelas no es nuevo ni puede ser tachado de woke por quienes aún utilizan esa palabra. Lleva produciéndose desde los años cincuenta del siglo pasado; Everett se inserta en una discusión que viene de lejos.

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Leticia Martín, autora de 'Vladimir'  

A. López / Penguin
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Vladimir Nabokov, autor de 'Lolita'  

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Quien abra la novela en castellano se encontrará con frases como “Aluego me dijo que pensaron que m’habías matao tú” o “paíce buena idea”. El dialecto que Twain dio a Jim, el esclavo ahora ascendido a James, que de alguna manera lo convierte en alguien entrañable y poco amenazante, es en la novela de Everett una artimaña lingüística. James sabe expresarse exactamente igual que su amo. “Los blancos esperan que hablemos de determinada manera y es mejor no decepcionarlos”, explica James a un grupo de niños negros a los que enseña a frasear como quiere el hombre blanco.

La escritora y editora Mar García Puig suele escribir (y pensar) en diálogo con los clásicos. Su último libro, Esa cosa de tinieblas (Debate /La Magrana), un ensayo sobre el poder de la metáfora, toma su título de Hamlet. Es así como Shakespeare llama a la locura. “En mi caso –dice– ese interés por las reescrituras de los clásicos surge de una incomodidad respecto a obras que me han marcado y me gustan, y que sin embargo también me generan conflicto en términos de género. El caso de Ofelia, el personaje de Shakespeare, me parece muy significativo. Se ha convertido en una especie de icono de la mujer que, despreciada por el hombre, solo puede recurrir a la locura”. Igual que Bertha Mason, escrita por una mujer y rebautizada por otra como Antoinette Cosway. “Yo no quiero renunciar a Hamlet, ni a Ofelia, pero me gustaría resignificarla”, explica. Le gusta el modelo de Jean Rhys, y también el de J.M. Coetzee, que en Foe reimaginó un Robinson Crusoe protagonizado por una mujer.

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Sandra Newman, autora de 'Julia' 

L Cendamo / Getty
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George Orwell, autor de '1984' 

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Shakespeare, Mark Twain, Virginia Woolf, Charlotte Brontë. Nótese llegados a este punto que casi todos los clásicos enmendados de los que hablamos pertenecen a la tradición anglosajona, con la excepción del infiltrado germánico Thomas Mann. ¿Por qué el retelling no se está dando en la misma medida en la literatura en lengua española ni catalana? Monegal lanza hipótesis: “Puede que el mercado no sea tan receptivo, o la hipersensibilidad no tan aguda, quizá porque no hay obras que hayan dejado en nuestro imaginario colectivo esa huella de prejuicio de manera tan explícita. O quizá somos un pueblo menos leído”. La literatura anglosajona que se está reescribiendo en la mayor parte de los casos, apunta el crítico, surgió en un momento de potencia imperial. “No tiene ningún sentido reescribir las obras cumbre del español. Que un cura se enamore de La Regenta ya no es un tema, ni parodiar el tema del honor en Lope de Vega o Calderón”.

Julià Guillamon escribió Les hores noves pensando en Les hores de Josep Pla. Ambos transcurren a lo largo de un año de observación de la naturaleza y el segundo sucedía cincuenta años después que el primero, lo que permitió al autor reflejar el cambio climático y las transformaciones del medio rural. “Describo un mundo en el que ya no llueve”, explica. Guillamon fue a narrar un día de siega, como había hecho Pla antes, y se encontró con tractores de renting y segadores “con chanclas y las cejas depiladas”. Con el gorro de crítico puesto, además del de autor, Guillamon señala también títulos como Laura Sants (Columna), de Emili Teixidor, relectura de Laura a la ciutat dels sants; Mr. Folch (Empúries) de Adrià Pujol Cruells, inspirado en Mr. Evasió, de Blai Bonet. Pero casi todos esos títulos se inscriben más en la línea del homenaje que de la enmienda. No pretenden decirle al clásico en cuestión: ok, pero esto ahora lo hacemos así.

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Julià Guillamon, autor de 'Les hores noves' 

Pau Venteo / Shooting
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Josep Pla, autor de 'Les hores' 

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⁄ Muchos libros escritos sobre viejas obras parten de una relación intensa o torturada del autor moderno con el clásico

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Xiaolu Guo, autorra de 'Call me Ishmaelle' 

David Levenson / Getty
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Herman Melville, autor de 'Moby Dick' 

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⁄ ¿Por qué el ‘retelling’ no se está dando en la misma medida en la literatura en lengua española ni catalana?

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