Lo que hay más que nunca es orfandad. María Zambrano (Persona y democracia)
No hay humanidad sin tiempo, sin espacio y sin historias. Lo humano no es una esencia o una substancia inmóvil, eterna e inmutable; no es algo formado por un núcleo duro que transciende al mundo y sus transformaciones. Lo que caracteriza la condición humana no es ni el bien, ni la razón, sino la exterioridad y el azar. Lo propio del ser humano es existir, salir de sí mismo hacia afuera, estar en situaciones y establecer relaciones con los otros y con lo otro; existir es estar vinculado, crear lazos. De ahí que nadie pueda existir en soledad. El vínculo es la condición de posibilidad de la existencia y esa es la causa de la incertidumbre, porque hay vínculos amorosos, pero también crueles. El otro, con el que cada ser humano se encuentra en su andar por el mundo, puede ser amistoso, tierno y compasivo o, por el contrario, malévolo.
En la existencia nada está, pues, establecido a priori, aunque eso no significa que uno pueda decidir hacer con su vida lo que le venga en gana. La existencia depende de un trayecto histórico, de la recepción de una gramática, de los signos, de los símbolos, de los gestos que se han heredado, de la biblioteca que se ha leído. No hay más remedio que vivir desde esa gramática y desde las contingencias que irrumpen en el mundo. Siempre se existe, de un modo u otro, a salto de mata. Eso significa que en la vida no hay más remedio que improvisar, porque nadie es competente en el arte de vivir. La existencia no posee un protocolo o un manual de instrucciones.
Nadie comienza con las manos vacías. No se empieza a escribir la vida en un cuaderno en blanco en el que se pueda inventar lo que se quiera, porque la existencia no empieza con el nacimiento, al contrario, comenzó antes. Cada recién nacido irrumpe en un mundo en el que se está narrando una historia, y es un invitado a participar en un relato que otros están contando desde hace tiempo. El humano es un animal que puede crear su propia historia, a condición de que tome como punto de apoyo los encuentros y desencuentros con los otros y con el mundo. El relato de la existencia, por suerte o por desgracia, está abierto a la imprevisibilidad de los acontecimientos.
George Steiner, en su libro Presencias reales, se ocupó de esta cuestión. Privar al niño de la narración, escribía Steiner, “es una especie de entierro en vida”, “es emparentarlo con el vacío”. La educación consiste, entre otras cosas, en incorporar al niño a la corriente de un relato. Naturalmente, en toda narración hay riesgos, porque sus personajes pueden convertirse en seres diabólicos y transformar a su vez al lector en un ser monstruoso. Pero, añade Steiner, “estos riesgos hay que correrlos”.
La poesía épica griega (la Ilíada y la Odisea, de Homero) y la trágica (Esquilo, Sófocles y Eurípides), así como las historias bíblicas, tanto las que se encuentran en el Antiguo Testamento como las del Nuevo, constituyen la biblioteca básica de la Paideia occidental. No se puede menospreciar la importancia de esa biblioteca para la formación del universo simbólico de los actores del gran teatro del mundo. Por eso, la lectura de esos relatos, tanto los del mundo griego como los del judeocristiano, debería convertirse en un elemento esencial de toda educación en las escuelas públicas y privadas. Hoy, como señaló hace muchos años el filósofo alemán Walter Benjamin, vivimos un tiempo de ocaso de la narración y de auge de la información, y algo así es muy grave. Es verdad que no sabemos a dónde vamos, pero sí es necesario recordar de dónde venimos.
Es decisivo asumir, pues, que los textos bíblicos también configuran nuestra memoria colectiva, nuestro tiempo y nuestro espacio, nuestro arte y nuestra literatura. De ahí la necesidad de su estudio; por descontado que eso no tiene nada que ver con el hecho de tener fe, de ser o no creyente, ni de participar cada semana en la liturgia y en los rituales religiosos. Se trata simplemente de una cuestión cultural y formativa, se trata de leer a los clásicos, esos “textos venerables” para decirlo con María Zambrano, que son imprescindibles para conocer qué mundo habitamos.
Pero hay más, porque un texto venerable es, como apuntó Italo Calvino en un conocido escrito, el que nunca acaba de decir lo que quiere decir. Una obra clásica es aquella que siempre dice más y de otro modo, es la que siempre vuelve, la que constantemente interpela nuestro presente. En este sentido, la cuestión no se reduce solo al conocimiento de las fuentes de nuestra cultura, sino también se trata de elucidar cómo los textos venerables describen aspectos estructurales de la condición humana que, como tales, se repiten a lo largo del tiempo y por lo tanto siguen vigentes.
Decidir qué texto es venerable no es una cuestión de gustos, sino de tiempo, de resistencia al tiempo, de duración. Frente a la información, que una vez se ha escrito o dicho deja de tener interés, un texto literario o filosófico venerable persiste en el presente. Aquí hay que andarse con cuidado, porque no se puede confundir el presente con la actualidad. La información hace referencia a la actualidad; un clásico, en cambio, habita el presente. Los clásicos no son textos que hablan del pasado que está definitivamente pasado, sino obras que tratan del presente, de eso que fuimos alguna vez, pero todavía hoy seguimos siendo, de esas estructuras antropológicas que, aunque se renuevan en cada momento de la historia, persisten en el tiempo.
Los Evangelios canónicos son cuatro narraciones venerables que han vertebrado la Paideia occidental. Los estudiosos del mundo antiguo no los consideran relatos históricos, aunque admiten que contienen hechos históricos. Como es sabido, los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan narran la vida, la muerte y la resurrección de un judío de Galilea, Jesús de Nazaret. Para algunos, ese personaje es Cristo (el Ungido); para otros, es uno de tantos profetas de la época y consideran que esos textos (los Evangelios), que fueron escritos muchos años después de la muerte del Maestro, solamente poseen un valor religioso para los que ya tienen fe en la nueva doctrina que sobre todo se instituyó con Pablo de Tarso.
⁄ El Sábado ocupa un lugar intermedio; es un día que queda oculto, disimulado, como si no tuviera importancia
Sin embargo, y más allá de estas consideraciones, de lo que no cabe duda es de que los Evangelios, así como el resto de los relatos neotestamentarios, han supuesto una forma de ver el mundo que la cultura occidental, de forma explícita o implícita, ha incorporado y de la que no resulta fácil deshacerse. La forma de organizar el calendario, los rituales de nacimiento y matrimonio, las ceremonias del adiós, el arte, la literatura, e incluso la historia de la ciencia, no pueden entenderse sin una cosmovisión cultural cristiana que opera al margen de las creencias religiosas de cada uno.
Lo que propongo aquí y ahora es concentrarme en leer y pensar los Evangelios no solo como una reflexión sobre lo sagrado o una revelación de lo divino, sino como una meditación sobre lo humano. Por descontado que una no excluye la otra, pero a menudo se olvida la importancia de esta última. Digámoslo más claramente, lo que pretendo poner sobre la mesa es una pregunta sencilla de respuesta difícil: ¿qué dicen los Evangelios –y en concreto los pasajes que hacen referencia a lo que conocemos como Semana Santa– acerca de la condición humana? ¿Y si lo supuestamente acontecido durante esos tres días, los que van desde el Viernes (la pasión y muerte de Jesús) hasta el Domingo de Resurrección, fuera una expresión de la existencia?
En este sentido habría que tener en cuenta que, en el caso que nos ocupa, lo de menos es si los hechos sucedieron tal y como nos los han contado. La verdad (o no) no tiene nada que ver con la verdad de los hechos. Aquí se trata de otra cuestión. Lo que hay que preguntarse es si lo que se narra posee una verdad simbólica o existencial, es decir, si expresa de algún modo aspectos estructurales de nuestra vida y de nuestra forma de habitar el mundo, y, de ser así, ¿cuáles son?
Para bien o para mal, hoy en día la Semana Santa es para muchos una oportunidad para irse de vacaciones y, por tanto, ha perdido gran parte su dimensión religiosa. Por supuesto cada uno está en pleno derecho de vivirla como desee. Faltaría más. Pero lo que cabe señalar es el hecho de que, en los relatos bíblicos, como en todo texto venerable, se halla una antropología. Cualquier lector de Homero o de Sófocles sabe que, como sucede por ejemplo en la Ilíada, la Odisea o las tragedias griegas, un clásico expresa una concepción de lo humano. Es, en sentido estricto, una antropología determinante para entender nuestra existencia. Algo así no significa que se tenga que pensar de acuerdo con él, pero sí que hay que hacerlo desde él. Lo que sucede con los griegos también ocurre (o debería ocurrir) con los relatos bíblicos. Un texto venerable exige un respeto que consiste en no poder prescindir de él, aunque sea para negar lo que dice.
La tesis filosófica que intento exponer a continuación es la siguiente: los tres días centrales de la Semana Santa (Viernes, Sábado y Domingo) expresan tres aspectos de lo humano en relación con lo divino, aspectos que se refieren al modo que tiene el animal narrativo de ser en el mundo. Los Evangelios, pues, se pueden leer no solamente como unos escritos teológicos, sino también éticos, y, en ese sentido, el Viernes, el Sábado y el Domingo son tres maneras de ser que tiene la existencia de instalarse (bien o mal) en la vida cotidiana.
Pensemos, en primer lugar, en el Viernes. Es el día que muestra la humillación, el sufrimiento, la pasión y la muerte. “Dios ha muerto”, exclama el hombre loco en el conocido fragmento de La gaya ciencia, de Nietzsche. “Dios ha muerto y nosotros le hemos matado”, esas son sus palabras. Pero no debe olvidarse algo importante, el hecho de que el hombre loco que proclama la muerte de Dios no se alegra de este acontecimiento, al contrario, se horroriza: “¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Podremos vivir sin dioses, o bien tendremos que inventar unos nuevos?”
⁄ ¿Y si lo acontecido durante esos ‘tres días’, del Viernes al Domingo, fuera una expresión de la existencia?
La muerte el Dios, tal como Nietzsche la proclama, implica al mismo tiempo la muerte del ser humano, al menos de un cierto tipo de ser humano, esto es, de un hombre que es siervo de Dios, esclavo de Dios, que es el fiel cumplidor de su voluntad y de sus designios. Pero lo más grave y urgente será responder a esta pregunta: ¿cómo continuar viviendo a partir de esa muerte? O mejor todavía: ¿cómo habitar un mundo en el que la muerte tiene la última palabra? Eso es lo más grave del asunto: el Viernes ofrece una mirada a la vida desde la muerte. Algunas filosofías han subrayado esta perspectiva antropológica: somos seres relativamente a la muerte, porque es ella, la muerte, lo que estructura la condición humana. Y ya no hay más que hablar; la anticipación de la muerte es lo propio de la existencia, lo que distingue a lo humano de lo animal y de lo vegetal. Estos no mueren, en sentido estricto, simplemente fenecen, llegan a su fin, pero no mueren. He de confesar que, durante mucho tiempo, esta visión del mundo me sedujo.
El día radicalmente opuesto al Viernes es, por supuesto, el Domingo de Gloria. Los cristianos saben que su religión se edifica alrededor de la fe en la resurrección de Cristo. Pablo de Tarso lo subrayó con énfasis en sus epístolas. Sin resurrección no hay cristianismo, “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1 Cor 15,14). Desde una perspectiva religiosa o teológica este es el gran misterio. ¿Cómo imaginar hoy la resurrección? No resulta fácil, porque no se trata de una supervivencia después de la muerte, ni mucho menos de una separación del alma inmortal de un cuerpo mortal al modo de las pruebas de la inmortalidad del alma que podemos leer en el Fedón platónico. La resurrección pasa por la muerte, asume la muerte, la pasión y el dolor, pero lo que afirma es la superación de la muerte, el triunfo de la vida. Desde la perspectiva del Domingo, la muerte no tiene ni puede tener la última palabra, ni en el caso de Dios ni en el de los hombres. La muerte no es el final, pero para que haya vida, tiene que haber muerte.
Entre el Viernes Santo (el día de la muerte) y el Domingo de Gloria (el día de la resurrección), el Sábado ocupa un lugar intermedio. No deja de ser curioso comprobar que los Evangelios casi no nos dan ninguna información sobre qué sucedió el Sábado. Es un día que queda oculto, disimulado, como si no tuviera importancia. El teólogo alemán Johann Baptist Metz subrayó el valor de ese día. En su escrito titulado Memoria passionis, Metz sostiene que en la cristología se ha puesto de relieve el camino que lleva del Viernes al Domingo, pero, dice Metz, la atmósfera del Sábado también debe ser narrada. ¿Cuál es esa atmósfera? ¿Qué significa desde una perspectiva filosófica y antropológica? ¿Qué sentido tiene?
Frente a la muerte, por un lado, y el triunfo de la vida, por otro, el Sábado expresa el vacío, el interrogante que no puede ser resuelto, la ausencia. Esta es una estructura fundamental de la condición humana: somos seres en falta. El Sábado es el día en el que el hombre se plantea una terrible pregunta que no encuentra respuesta: ¿dónde está Dios? La respuesta del Viernes a este interrogante es “Dios está muerto” o “Dios está colgado de una cruz”; la del Domingo es “Dios está vivo” o “Dios ha resucitado”. Pero ¿dónde está Dios el Sábado? Y, al mismo tiempo, ¿dónde está el hombre en ese vacío de Dios? ¿Cómo habitar un mundo en el que se ignora el lugar de Dios?
La fe más radical es la que surge en la ausencia de Dios, y el Sábado es el día que expresa esa ausencia, ese silencio. El silencio es una respuesta omnipresente en los Evangelios. Recuérdese el del Nazareno ante Pilatos o ante Herodes, así como la forma de subrayar ese silencio que ofrecen algunas de las mayores recreaciones literarias de la figura de Jesús. Acaso la más estremecedora sea la que leemos en Los hermanos Karamazov, de Fiodor Dostoievski: la leyenda del Gran Inquisidor. El Sábado hace referencia a la cuestión sobre si se puede vivir en ese silencio, en ese vacío, si se puede habitar ese silencio sin caer en la desesperación, si se puede existir en la duda de Dios. ¿Dios está muerto o vivo? Y si está vivo, ¿dónde lo podemos encontrar? ¿Y si al final no hubiese nada?, ¿y si no hubiera más que muerte?
No tenemos más remedio que vivir también la experiencia ética del Sábado porque no hay existencia sin dudas, sin incertidumbres, sin misterios que no podrán resolverse. No resulta nada fácil habitar en la orfandad. Vivir el Sábado es residir en una espera parecida a la de los vagabundos que aguardan la llegada de Godot en la tragicomedia de Beckett. El Sábado es el anhelo de lo imposible, porque a pesar de todo no hay más remedio que continuar esperando, porque la espera es el lugar que da sentido al sinsentido de la existencia.
Joan-Carles Mèlich es filósofo, profesor en la Universitat Autònoma de Barcelona. Premio Nacional de Ensayo 2022 por La fragilidad del mundo