Los años catalanes de Ignacio de Loyola

CULTURA/S

A los 500 años de su paso por Manresa y Montserrat, analizamos el peso de esta estancia y de su éxtasis místico en la trayectoria del fundador de los jesuitas

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Ilustración: Riki Blanco

Hace 400 años. El 12 de marzo de 1622 era canonizado Ignacio de Loyola por el papa Gregorio XV, junto a personajes históricos tan trascendentes como el otro gran jesuita, Francisco Javier, Teresa de Jesús, Isidro Labrador y Felipe Neri. Ignacio de Loyola había sido beatificado por Pablo V en 1609. En los procesos de beatificación y canonización de Ignacio, siempre complejos, tuvo mucha incidencia Catalunya. La Compañía de Jesús había establecido su primer colegio en Barcelona ya en 1545, cinco años tan solo después de la fundación de la propia Compañía y once años antes de que muriera su fundador.

El comienzo de la causa de beatificación de Ignacio arranca en 1595. Un comienzo ciertamente temprano respecto a la muerte del fundador y, desde luego, las diócesis catalanas tuvieron un papel importante en la promoción a los altares del santo. En las testificaciones se constata abundante presencia catalana. Los propios consellers de Barcelona pidieron formalmente la activación de la causa y el jesuita Pere Gil, rector entonces del Colegio de Jesuitas (y conocido, entre otras cosas, por su Geografía-Historia de Cataluña, y por su informe racionalista sobre las brujas), tuvo un rol significado en la deriva positiva del proceso. Si hay algo que se puso en evidencia en el decurso de la beatificación y canonización de Ignacio de Loyola fue la significación que en la proyección vital del fundador de la Compañía tuvieron los años catalanes de Ignacio. Esos años arrancan en 1522, cuando el hombre de Loyola tenía treinta y un años.

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Imagen de la cueva de Manresa donde San Ignacio escribió sus 'Ejercicios espirituales' 

Gemma Miralda

El punto de partida de la presencia ignaciana en Catalunya es Montserrat. En la abadía se alojó cuatro días en marzo de 1522, viniendo de Oñate. El abad entonces era Pedro de Burgos. Hacía poco tiempo que había muerto el célebre abad del monasterio, primo del cardenal Cisneros: García de Cisneros, autor de la Exercitatio de la vida espiritual (1500).

Ignacio era entonces Íñigo. Firmó sus cartas con este nombre hasta 1537. Durante unos años coexistieron los dos nombres: el originario de Íñigo y el nuevo de Ignacio (en latín, Ignatius), el uno para las cartas en castellano; el otro para las cartas en latín. Definitivamente, desde 1542 desapareció el nombre de Íñigo y se reconvirtió en Ignacio. En Catalunya, Ignacio de Loyola fue siempre Íñigo. El Íñigo que viene a Montserrat es un exsoldado cojo, con muchos problemas físicos, pero que transmite un halo carismático que se consolidará en sus años catalanes.

La canonización de Ignacio evidenció la significación de los años catalanes en su proyección vital

De Montserrat se fue a Manresa. En las biografías clásicas de Ignacio escritas en el siglo XVI nunca se definen bien las razones que lo llevaron a Manresa, más allá del afán de retiro, pero en esta ciudad estuvo once meses. El papel que en ello tuvieron diversas mujeres fue decisivo, como ha estudiado Antonio Gil Ambrona. Agnès Pasqual, Paula Amigant, Catalina Molins, Jerónima Claver, viudas, las tres últimas manresanas, le acompañaron en su retiro en Manresa. Jerónima Claver controlaba el hospital manresano de Santa Lucía. Agnès Pasqual se encargó de su alimentación y le hizo casi de madre. Casada con el comerciante Joan Pasqual, su nombre de soltera era Agnès Puyol. Hermana por cierto del canónigo Joan Puyol, también amigo de Íñigo. Este se alojó cuatro días en el hospital de Santa Lucía. Vestía el saco más humilde. Después entró en el convento de San Pedro Mártir de los dominicos y en diversas casas de sus amigas como Ángela Amigant, la viuda Canyelles, la familia Ferrer o Joana Serra. El Íñigo de Manresa componía la imagen de un extraño personaje que hizo de la pobreza y de la oración su forma de vida. Se abandonó un tanto físicamente (pelo largo, sin cortar las uñas), pero con dotes de visionario, proyectista de un viaje a Tierra Santa y con singular capacidad de fascinación personal y emocional en un mundo en plena transición hacia no se sabía qué.

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San Ignacio en una imagen del siglo XIX en la que sostiene un libro con la divisa de la Compañía de Jesús 

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Efectivamente, la coyuntura histórica del momento era excepcional. Comuneros, agermanados, luteranos, beatas… Todo se cuestionaba. Íñigo en ese contexto era un indicador perfecto del cambio necesario. El canónigo Joan Bocotavi le recomendó escribir todo lo que pudiera. Fue cuando escribió sus Ejercicios, meditaciones fundamentales que, como dice Benítez Riera, buscaban “ vencerse a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”. El texto se escribió en 1541, completándose tres años después y editándose en 1548. En Manresa tuvo como confesor a Galcerán Perelló. La vida de Íñigo era la del penitente que sabe transmitir una extraña felicidad interior. Peregrinó mucho por diversos lugares de Manresa, visitando las cruces y las iglesias (la Seu y la Mare de Déu de la Salut de Vila d’Ordis). Ayunos, tribulaciones interiores, visiones de la trinidad, la ilustración del Cardener… La Autobiografía de Ignacio, escrita por González de Cámara entre 1553 y 1555, dedica interesantes páginas a las experiencias manresanas, sin duda fundamentales en su ulterior evolución vital. Las huellas de Manresa se reflejan bien en un ma­nuscrito anónimo de mediados del siglo ­XVIII en el que se expresa lo siguiente: “ San Ignacio desde su conversión, que fue a los treinta años de su edad, hasta lo último de su vida, que pasó sesenta y cinco años, de día en día fue siempre creciendo en el aprovechamiento de sus espíritus o en la santidad y ya se explicará en otro lugar cómo por confesión del mismo santo, a que le obligó la gloria de Dios, se sabe esto, pues si en Manresa, según hemos visto, y en otras partes, según veremos, era ya tan santo, qué sería después finalmente cuando murió en Roma”.

Las biografías clásicas no definen bien las razones que lo llevaron a Manresa, más allá del afán de retiro

Entre los contactos más polémicos que tuvo en Manresa destaca el de la beata María de Piedrahita, estudiada por Enrique García Hernán. La beata a la que conoció en octubre de 1522 era un personaje exótico que tuvo relaciones con altos personajes (hasta se entrevistó con ella el papa Adriano), amante del ajedrez y con ideas próximas a Savonarola. Se hizo famosa como profetisa. Tenía 52 años cuando conoció a Íñigo. Sin duda fue popular y gozó de crédito en su tiempo. La protegió Cisneros y sus presuntas experiencias místicas fueron defendidas por los dominicos. Ignacio leyó entonces a Savonarola, Alonso de Madrid, la Vida de Cristo del Cartujano, El Libro de las Horas, La imitación de Cristo de Kempis, que lo situaron en la mística del recogimiento y la introspección. Territorio espiritual muy sensible para los recelos que entonces suscitaba todo lo que tenía que ver con vida interior y un mundo visionario no controlado.

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La cueva de San Ignacio en Manresa 

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En Manresa vivió la experiencia del rapto, que no todas las biografías de Ignacio asumen. (ni la Autobiografía, ni Laínez ni Nadal nos hablan de ello). Sí la describe Ribadeneyra: “Estando todavía en Manresa aconteció que un día de sábado, a la hora de Completas, quedó tan enajenado de todos sus sentidos que hallándole así algunos hombres devotos y mujeres le tuvieron por muerto. Y sin duda le metieran como difunto en la sepultura, si uno de ellos no cayera en mirarle el pulso y tocarle el corazón que todavía, aunque muy flacamente, le latía. Duró en este arrebatamiento o éxtasis hasta el sábado de la otra semana en el cual día, como quien de un sueño dulce y sabroso despierta, abrió los ojos, diciendo con voz suave y amorosa: ¡ay, Jesús!”.

Allí escribió Ignacio sus ‘Ejercicios’, meditaciones que buscaban “vencerse a sí mismo y ordenar su vida”

El rapto de ocho días emergió en el proceso de beatificación de Ignacio en 1595 a través de testimonios como el de Isabel Roser o Joan Pasqual, ya muertos. Las biografías de Ignacio han considerado que en el rapto recibió la visión de lo que tenía que ser la Compañía. Historiadores jesuitas como Creixell y Casanovas apoyaron esta tesis. El jesuita Dudon lo puso en duda. Lo cierto es que después de la muerte de Ignacio, el rapto se convirtió en episodio fundamental de su vida y, desde luego, fue singularmente glosado en Manresa. En 1564, el vestíbulo del hospital de Santa Lucía se convertiría en capilla. El obispo de Vic, Pere Jaume, lo visitó en 1590. La cueva ha sido siempre el Centro de Espiritualidad Ignaciana. Ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. La obra mayor de transformación se inició a principios del siglo XX por el arquitecto jesuita Martí Coronas. Los grandes biógrafos del siglo XVI no hablan de la cueva. En cambio, se hacen infinidad de referencias a la misma en los procesos de beatificación y canonización. Unos la sitúan al lado del río Cardoner. Otros al lado del puente viejo, otros la relacionan con el convento de Sant Bartomeu de los Capuchinos. Presuntamente a la cueva se había retirado Íñigo siguiendo las directrices de Bernat Roviralta. La propiedad de la cueva acabó en manos de la marquesa de Aytona, Guiomar de Hostalrich de Gralla, seguidora de Ignacio.

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Pintura anónima del siglo XVII. Ignacio de Loyola y Pablo III 

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La vida del hombre de Loyola fue itinerante. La fijación de Íñigo era viajar a Jerusalén. Salió de Manresa el 18 de febrero de 1523 y se embarcó en Barcelona el 20 de marzo con destino a Gaeta. Esta primera estancia en Barcelona la pasó en casa de sus seguidoras, que tenían casa en Manresa y Barcelona. Volvería aquí en una segunda estancia, esta más larga, desde la cuaresma de 1524 a marzo de 1526. Su maestro de latín entonces fue Jerónimo Ardévol. De Barcelona se iría a Alcalá a hacer los estudios universitarios.

El Íñigo visionario de relación íntima con Dios estaba cambiando. El edicto contra los alumbrados de 1525 debió marcar un hito en su vida. La mística intimista abriría paso a la estrategia más política que pasaba por una mayor formación cultural. En Barcelona siguió ejerciendo de maestro o de referente de un grupo cada vez más numeroso de mujeres (a las antes citadas habría que añadir la clarisa Teresa Rajadell, Elena Setantí Sapila, esposa de Miquel Mai, Estefanía de Requesens, Isabel de Llosa, etcétera), así como hombres (entre los que destacó Jaume Caçador, arcediano y luego obispo de Barcelona).

El Íñigo de Manresa era la imagen de un extraño personaje que hizo de la pobreza y de la oración su forma de vida

Tras su viaje a Alcalá y Salamanca volvería a Barcelona, en la que sería su última estancia catalana, de septiembre de 1527 a enero de 1528, momento en que marcharía a París. El “pobre peregrino” Íñigo, que es como se firmaba, daría paso al Ignacio que, sobre todo, a partir de su estancia en Roma desde 1537 a su muerte en 1556, fue el fundador comprometido en una dinámica institucional que le llevaría a romper con sus ilusionadas seguidoras jesuitesas como Isabel Roser.

El caso Roser merece atención especial. Un año después de la fundación de la Compañía, Isabel Roser enviudó. Ella, a través del testamento de su marido, heredó un importante patrimonio. En abril de 1543, Roser marchaba juntamente con otras dos mujeres, Isabel Llosa y Francisca Cruilles, a Roma. Todas querían ser jesuitas. Una vez en Roma, Isabel aportó grandes donaciones económicas a la incipiente Compañía al mismo tiempo que se dedicaba a labores asistenciales. Ignacio reconoció: “Os debo más que a cuantas personas en esta vida conozco”.

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La cueva de San Ignacio en la Colegiata Basílica de Santa María en Manresa, Barcelona

Isabel buscó el apoyo de Pablo III. En la curia de Roma contaba con amigos como Joan Cordelles para conseguir su propósito de ser aceptada en la Compañía, con los votos de pobreza, castidad y obediencia. El 25 de diciembre de 1545 profesó en la Compañía de Jesús al lado de Francisca Cruilles y Lucrecia Bradine. Estas mujeres intentaron llevar a cabo el proyecto asistencial femenino en la Casa de Santa Marta, buscando remedio para las mujeres prostitutas o pobres de Roma. Isabel Roser ejercería el cargo de gobernadora, con el apoyo ignaciano inicial, pero también de la Monarquía. Incluso le había escrito Roser al obispo Caçador de Barcelona para decirle que volvería como jesuita. El día antes de profesar, Roser renunció a todos sus bienes en favor de los jesuitas, estando presente Ignacio; pero, de modo singular, Ignacio cambió y creyó que la presencia femenina limitaría la libertad apostólica. Se entrevistó con Pablo III y el 3 de noviembre de 1546 el sumo pontífice escribió una carta a las tres mujeres en las que les comunicaba que sus votos en la Compañía quedaban anulados y que dependerían solo de sus obispos. Isabel acusó a Ignacio de haberse quedado con sus bienes y le exigió una contrapartida. Este alegó todo lo que la Compañía había hecho por ellas. Ignacio no quiso recibirla más y la masculinización de la Compañía quedaba institucionalizada. Isabel Roser abandonó su residencia de Santa Marta y se marchó de Roma. En enero de 1549 entraría en el convento de Santa María de Jerusalén, ya en Barcelona. Ignacio nunca contestaría sus cartas, pese a que ella le siguió considerando su guía espiritual.

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Ignacio ya no era Íñigo. La Compañía implicaba nuevas obligaciones. La Inquisición en 1535 había generado no pocas inquietudes. Todo cambiaba. Catalunya, desde luego, no fue olvidada por Ignacio. En Catalunya ejerció como virrey Francisco de Borja desde 1539, que se haría jesuita siete años más tarde. A Catalunya viajaron los jesuitas Pere Favre y Antonio Araoz. Desde la fundación de la Compañía a la muerte de Ignacio entraron en aquella treinta y un catalanes. El más conocido de todos fue Antoni Montserrat, que sería misionero en Goa.

José María Benítez Riera nos relaciona en su libro sobre jesuitas y Catalunya un nomenclátor de 150 jesuitas catalanes famosos. Entre ellos destacan historiadores ilustres como Joan Creixell, Ignasi Casanovas o Càndid de Dalmases hasta el maestro Miquel Batllori. Los jesuitas catalanes han tenido perfiles políticos diferentes, pero siempre intentando conjugar la identidad catalana con los intereses de la Monarquía española. No deja de ser curioso y significativo que, como estudió el padre Batllori, tras la expulsión de la Compañía en 1767 por Carlos III, jesuitas catalanes como Francesc Xavier Llampilles, Joan Nuix o Joan Francesc Masdeu, glosaron las virtudes españolas. Pues bien, a todos los jesuitas catalanes y no catalanes les unió la memoria emocionada de aquel Íñigo, singular personaje que peregrinó por Montserrat, Barcelona y Manresa, y que sería nada menos que Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, de trascendencia universal.

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