Una valiente entre tipos duros
CULTURA/S
El eco de relatos clásicos cruza la nueva obra de Pérez-Reverte, ‘El italiano’, una mezcla de amor, guerra y mar con Gibraltar de fondo que engancha a la primera
Hay novelas que no se pueden soltar. En El italiano, Arturo Pérez-Reverte nos tiene en ascuas hasta la última página. El arranque es por cierto conradiano: el mar escupe a un hombre semimuerto, y da con él una mujer que lo aloja en su casa…y se enamora. Ese encuentro –con ecos odiseicos: Ulises y Nausica– lo enmarca el autor en el Gibraltar de la Segunda Guerra Mundial, y en concreto en unos hechos verídicos: las incursiones que un puñado de buzos de la Regia Marina (Armada Real italiana) realizaron en ese enclave contra buques aliados.
La colonia inglesa era entonces un blanco muy apetecible para las fuerzas del Eje (ahí estaban amarradas la Royal Navy y la Armada norteamericana), y en su seno y perímetro bullían toda clase de espías, saboteadores, contrabandistas y agentes dobles y triples. Sobre ese fondo de tensiones bélicas y paranoias generalizadas vamos a ver desplegarse un romance del más puro romanticismo.
Sobre ese fondo de tensiones bélicas y paranoias generalizadas vamos a ver desplegarse un romance del más puro romanticismo
Todas las novelas de Pérez-Reverte exaltan el valor, y esta no es una excepción. Las mismas agallas que Stephen Crane (ahora revalorizado por Paul Auster) idealiza en su relato sobre la guerra civil estadounidense, aquí el autor cartagenero las encarna en un grupo de hombres rana italianos que, con una temeridad casi suicida, operaron en el Peñón con torpedos tripulados, haciendo saltar barcos británicos por los aires. Seis estupendos caracteres acometen estas acciones, jugándose el pellejo ante un enemigo que tampoco es manco en eficiencia destructiva.
Pues bien, en este ten con ten entre tipos de un bando y otro a cual más duro, se perfila una española de 27 años y 1,75 de altura, Elena Arbués, en quien el hallazgo del buzo a unos metros de su casa pone en marcha sus mejores cualidades, y sobre todas precisamente la valentía, los redaños para sumarse a ese polvorín que es el Gibraltar de los años 42-43.
Elena Arbués en definitiva tiene el doble valor de volver a enamorarse (es viuda de un militar español) y de querer saber quién es ese misterioso italiano rescatado del mar. El amor como aventura del conocimiento, por tanto, y a la vez como fuente de arrojo para atreverse a correr los mayores peligros. La española quiere saber de qué madera está hecho su héroe –ese combatiente submarino que en sus salidas afronta redes de obstrucción y cargas explosivas– y para calibrar de verdad su intrepidez, se convierte ella misma en heroína.
El Rubicón que cruza Elena Arbués cuando decide jugársela es literalmente la verja que separa La Línea (donde ella tiene una apacible librería) y Gibraltar (donde se balancean acorazados y cruceros a punto para el combate). En esa impresionante bahía que engloba Algeciras, La Línea y el Peñón nuestro autor hace titilar estrellas, rielar la luna y sobre todo estallar haces lumínicos que barren momentáneamente las sombras, para instalarse de nuevo sobre sus aguas el poder de la negrura. Ese decorado de tintes expresionistas permea una y otra vez la narración, acentuando su palpitación enigmática.
El italiano en cualquier caso ofrece otros muchos alicientes que el suspense puro y duro. Pérez-Reverte es un excelente dialogador, lo mismo da que sea una chispeante conversación de café que un siniestro interrogatorio en una comisaría. Y en sus descripciones bélicas, acredita una solvencia técnica abrumadora, notándose que él mismo conoce al dedillo los entresijos de la marinería. ¿Y qué decir de la composición del relato, cortado en secuencias que se van armando (o no) en un rompecabezas de tiempos, escenarios y clímax?
El marco: las incursiones que un puñado de buzos de la Regia Marina realizaron en la bahía contra buques aliados
La novela tiene una apertura de compás de ocho décadas (pongamos de 1942 hasta hoy) y sobre ese arco operan por lo menos tres indagadores: la inquisitiva Elena (ya lo hemos dicho), el jefe de seguridad gibraltareño (que quiere saber quiénes están en el ajo de los sabotajes), y el propio Pérez-Reverte in person , que, como periodista y luego como novelista, corre con todos los materiales, y se cuela en la ficción con todo el equipo sin que –mérito impar– sufra lo más mínimo la suspensión de la credulidad.
No estaría completo este balance sin apuntar dos cosas más: la singularidad, la estupenda caracterización de los personajes secundarios (empezando por el buzo napolitano que hace tándem con el protagonista y que casi lo eclipsa, y terminando por el doctor Zocas, un fanático de los trenes y espía proinglés). Y en segundo lugar, el homenaje que hay a los libros y librerías de antaño. Elena tiene en La Línea un establecimiento, ayuda en otro de Gibraltar, y muchos años después abre un tercero en Venecia. Pérez-Reverte hace al respecto unos guiños librescos muy bien traídos, desde su muy querido clásico de aventuras El prisionero de Zenda a la Molly Bloom del Ulises ( que como bien saben los joyceanos era gibraltareña).
Simetrías, azares, combinaciones, reinvenciones, resonancias: esa es la malla secreta con la que trabaja el autor y con la que se nos va metiendo en el bolsillo.
Arturo Pérez-Reverte