Nostalgia de Saint-Tropez
Cultura/s
Recuerdo del ‘star system’ europeo que triunfó en las pantallas de cine en los años 50, 60 y 70, de Brigitte Bardot a Michel Piccoli
La reciente muerte de Michel Piccoli, las un poco anteriores de Max von Sydow y de Anna Karina, o la celebración del centenario del nacimiento del gran Alberto Sordi son acontecimientos que han cosechado un escaso eco mediático entre nosotros, pese a afectar a unos intérpretes carismáticos y con un gran peso específico en la construcción y evolución del cine europeo. Nada que ver con la atención dispensada a las desapariciones de famosos locales, de méritos dispares según los casos, y, por supuesto, sin punto de comparación con la habitual repercusión obtenida por los óbitos de estrellas estadounidenses, no en vano la mitología americana es la que sigue prevaleciendo, como no podía ser de otra manera en un país culturalmente colonizado, cuestión que a casi nadie parece preocuparle y que persiste con asombrosa naturalidad.
A muchísimos analistas, cronistas, sociólogos, politólogos y demás opinantes se les llena la boca con la palabra Europa, insistiendo, con razón, en la necesidad de fortalecer su unidad política y económica y de potenciar su capacidad de liderazgo, influencia y decisión en este pandémico mundo que nos ha tocado vivir, pero sin embargo suelen olvidarse de la obligación de robustecer su esfera cultural, de la necesidad de preservar los referentes culturales históricos sin dejar, al mismo tiempo, de alentar, fomentar y difundir los nuevos referentes de calidad. No se puede apelar constantemente a Europa como ente abstracto y darle la espalda a su realidad cultural cotidiana, palpitante, a todos aquellos aspectos sobre los que se puede asentar una identidad en progresión, provista de la imprescindible autoestima, sin perjuicio de una interacción fructífera con otras culturas. El hecho es que, hoy por hoy, cada país europeo genera sus propios ídolos culturales, pero suele ignorar quiénes son los ídolos de sus vecinos en el mapa. Mala señal.
Hace unas décadas –entre mediados de los años 50 y hasta mediados de los 70, en especial– la situación era bastante distinta. Del mismo modo que las voces y las melodías de Aznavour, Gréco, Gainsbourg, Mina, Brel, Hardy, Modugno y un larguísimo etcétera trascendieron fronteras, figuras como Brigitte Bardot, Marcello Mastroianni, Sophia Loren, Alain Delon, Jeanne Moreau, Claudia Cardinale, Vittorio Gassman, Liv Ullmann y muchas más conformaron un star system europeo que alcanzó una notoriedad planetaria. Estas estrellas –de brillo nada fugaz, por cierto– contribuyeron de modo decisivo no solo a facilitar la financiación de coproducciones internacionales, sino a convertir en legendarios muchos de los lugares que sirvieron de escenario a sus películas, sobre todo aquellos con mayor potencial turístico, prioritariamente veraniego.
Cambio de sistema
Hoy por hoy, cada país europeo genera sus propios ídolos culturales, pero suele ignorar quiénes son los de sus vecinos
Así, por ejemplo, resulta difícil disociar algunos enclaves de la costa Amalfitana o de la Riviera francesa de la memoria fílmica que los acompaña, como resulta complicado separar el recuerdo de Alberto Sordi de su papel como engatusador gondolero en Venecia, la luna y tú (Dino Risi, 1958), uno de los abundantes filmes de la época que promocionaban la fotogenia de la singular capital véneta, objeto asimismo de cruces entre Hollywood y Europa (Locuras de verano, David Lean, 1955). Y si hablamos del ya citado Michel Piccoli, resulta inevitable rememorar su intervención en El desprecio (Jean-Luc Godard, 1963), película que proporcionó un espaldarazo definitivo a su carrera y que se rodó en gran parte en una soleada isla de Capri, otro escenario ineludible para cinéfilos mitómanos (recuérdese Capri , dirigida en 1960 por Melville Shavelson, con Clark Gable, Sophia Loren y Vittorio De Sica). Y acordarse de El desprecio equivale a hacerlo de su protagonista femenina, Brigitte Bardot, que unos años antes había empezado a edificar su mito gracias a la repercusión popular de Y Dios creó a la mujer (Roger Vadim, 1956), rodada en Saint-Tropez. Perspicaz y siempre atento a las tendencias del momento, Otto Preminger no tardaría a acudir allí para filmar Buenos días, tristeza (1957), un bello relato de iniciación a las asperezas del mundo adulto protagonizado por Jean Seberg y basado en la novela homónima de Françoise Sagan, la brillante y entonces afamada cronista de la mundanidad.
Saint-Tropez, antigua aldea pesquera, se consolidará a partir de aquellos años como el lugar más cool de la Riviera, como un punto de encuentro de la jet set, como un símbolo del hedonismo veraniego y de esa modernidad que estaba a punto de estallar y que otorgaría forma y carta de naturaleza al movimiento pop. Édouard Molinaro refrendará esta condición icónica de la villa con Une fille pour l’été (1960), sensible propuesta confeccionada a mayor gloria de la pizpireta Pascale Petit. Éric Rohmer, por su parte, no hará más que corroborar el valor significante de Saint-Tropez al situar allí la acción de su cuento moral La coleccionista (1966), planteando un conflicto entre pasión y razón en la que esta última se ve condicionada por la luminosa sensualidad del lugar, con una joven Haydée Politoff ofreciéndose como cuerpo tentador, como viva imagen de una chica de su tiempo, independiente y liberada.
Dejando aparte a Jean Girault, realizador de El gendarme de Saint-Tropez (1964) y de sus insustanciales secuelas al servicio del desmadrado Louis de Funès y de su humor naif, el cineasta que seguramente más frecuentó el lugar desde el prisma profesional fue Claude Chabrol, quien rodó allí, total o parcialmente, cuatro de sus películas. Dos de ellas de rango menor, como La ruta de Corinto (1967) e Inocentes con manos sucias (1974), y otras dos bastante más significativas: Les godelureaux (1961), en la que, con la complicidad del actor Jean-Claude Brialy, trazaba el dibujo del dandy bohemio y ocioso, muy en la línea de ciertos antihéroes de la nouvelle vague, y la interesante Las ciervas (1967), retorcido relato de amores heterodoxos protagonizado por Stéphane Audran, Jacqueline Sassard y Jean-Louis Trintignant, que encontraría en Saint-Tropez el marco idóneo en el que afianzar su verosimilitud. Se trata de un filme que el propio Chabrol, años después, definiría como concebido según las modas del momento.
Aunque quizás la película que mejor refleja la idiosincrasia fílmica asociada a Saint-Tropez, con esa fama de escenario proclive a la demostración de estatus social y a la generación de tensiones eróticas a menudo inesperadas, sea La piscina , la exitosa, inquietante y atmosférica cinta dirigida en el verano de 1968 por Jacques Deray, quien disfrutó para su trabajo de un elenco encabezado, ahí es nada, por Romy Schneider, Alain Delon, Maurice Ronet y Jane Birkin.
En la actualidad se siguen rodando películas en Saint-Tropez, al igual que en Amalfi, en Capri, en Venecia, en Niza y en todos esos ambientes que han alimentado peripecias, fantasías y paparazzi, pero cuesta horrores que estas nuevas imágenes se inscriban en la memoria colectiva, como si la masificación, la dispersión de las audiencias y la propia sensación de dejà vu subrayaran un proceso de desmitificación. En producciones como Un engaño de lujo (Pierre Salvadori, 2006) o Los seductores (Pascal Chaumeil, 2010), por ejemplo, ambas rodadas en la Costa Azul, sus respectivos directores se esfuerzan en perseguir un charme de regusto añejo. Incluso parecen conseguirlo por momentos, pero sus propuestas se revelan, a la postre, demasiado inanes, forzadas, desprovistas de una firme vocación de perdurar.
Cuesta resucitar mitologías. Los tiempos han cambiado: el lujo persiste, pero el genuino glamour de aquellas estrellas que se ganaron a pulso su lugar en el sol ha dimitido a favor de la acostumbrada inconsistencia de las celebrities , denominación bajo la que se agrupa el cajón de sastre del famoseo. Puede que alguien pretenda, a pesar de todos los pesares, acudir a Saint-Tropez este verano atípico, pero está claro que el desencanto acecha: la necesidad de la mascarilla y del mantenimiento de la distancia física no hará sino incrementar la sensación de que aquello ya no es lo que era.