Elogio de la cultura europea
Cultura/s
El último libro del historiador Orlando Figes explora los cambios que en el siglo XIX hicieron posible el desarrollo de una cultura cosmopolita
En la Gare de Saint-Lazare, a iniciativa del barón James de Rothschild, se reúnen el todo París para una celebración; no del edificio de Claude Monet que por entonces no se había construido, sino de la inauguración de la línea férrea París-Bruselas. El sábado 13 de junio de 1846, salía de allí un lujoso tren de pasajeros tirado por una locomotora a vapor, la primera que se veía en aquel lugar, entre las exclamaciones de quienes todavía eran capaces de conservar el sentido del asombro en ese tiempo de grandes esperanzas, que decía Dickens. Asoma aquí inesperada, discretamente, la línea argumental del último libro de Orlando Figes que con el título de Los europeos recrea el marco que posibilita el nacimiento de una cultura cosmopolita. El territorio olvidado por los historiadores académicos pese a que se trata del mundo de ayer famosamente recordado por Stefan Zweig. Porque este libro “es una historia internacional donde Europa se contempla como un todo, no de forma seccionada por estados nacionales o zonas geográficas”; libro que atiende un objetivo preciso: “Abordar un espacio de transferencias culturales, de traducciones e intercambios a través de las fronteras nacionales, a partir de las cuales surgiría una cultura europea”. La era del ferrocarril como icono de una época que convierte el viaje en razón de la vida.
Sin embargo, en estos años, existen señales en sentido contrario. Los nacionalismos que recelan que el flujo internacional del tráfico cultural socave la identidad de un país. Y aquí se produce la trágica colisión que condena a Europa: a la relación entre cultura y capitalismo que explica el gran desarrollo del mundo operístico de la segunda mitad del siglo XIX se opone la relación entre revancha nacional y capital que crea una poderosa industria armamentística con el único fin de acabar con el adversario a mayor gloria de una nación. Cultura o guerra. No hay más. De ahí que Figes afirme que “la cultura internacional desaparecería con el estallido de la Primera Guerra Mundial”.
La siguiente decisión de Figes está llena de posibilidades narrativas. Tres personajes están en el centro de su libro, una mujer y dos hombres, un ménage à trois muy especial. Esta es una decisión muy pensada, casi dos décadas después del pletórico El baile de Natacha . La severidad prestada a los detalles le sale de un modo natural como efecto del interés por los tres personajes. Su tendencia instintiva hacia la privacy, al modo de un Henry James que deseara saber más allá de sus propias observaciones, se traslada a un estilo contenido, a las observaciones sobre la vida y el trabajo de los protagonistas, que avanzan empujándose entre sí para ver quien de ellos tres alcanza el centro del relato.
LA CIUDAD BURGUESA
Auditorios, teatros de ópera, bibliotecas, galerías de arte y museos de ciencias sustituyeron a las viejas catedrales
Una mujer, la cantante y compositora Pauline Viardot, nacida García, de padres sevillanos instalados en París, que se parece y no se parece a las demás divas de la ópera con su voz de heroína griega, que tanto elogiaba su amiga Clara Schumann, en unos tiempos que hacía estragos L’elisir d’amore, de Gaetano Donizetti, delineándose hacia un nuevo concepto de música, primero con el hoy casi olvidado El profeta de Giacomo Meyerbeer y más tarde con Berlioz, Gounod, hasta hacerse devota de Wagner tras el Tannhauser. Con ella estamos tan lejos de Anna Netrebko o Diana Damrau que hoy ya no la consideramos, aunque eso no impide que la entendamos gracias a Figes, y con ella el mundo que la rodeó; empezando por su marido Louis Viardot, crítico de arte, académico, editor, gestor teatral, republicano hasta la médula, enfrentado con su archienemigo el emperador Luis Napoleón, que habita en París sin vivir el ambiente de la ciudad, que elige Baden-Baden como lugar idóneo donde desarrollar sus ideas y el trabajo de su esposa; y terminando con el gran escritor ruso Iván Turguénev que poco a poco se fue adaptando a los desafíos del mercado y consiguió superar, con los derechos de autor, la pésima gestión de la hacienda que le dejara su acaudalada aunque sumamente cicatera madre.
Vemos a los tres, su necesidad de encontrar un acomodo en la vida cultural y su desesperación por no encontrarlo; incluso vemos que estas emociones son sinceras pero a menudo un poco exageradas, de una manera calculada, por si acaso la compasión que despierta Turguénev con su vida errante y llena de deudas, de Pauline con su falta de aceptación entre la sociedad parisina (le censuraban su afán de dinero), del exilio voluntario de Louis que no soporta los esplendores del Segundo Imperio. Todo eso lo expresa con sus obras (canto en ella, relatos y gestión cultural en ellos), pero también con su pose mundana: sus viajes, sus reuniones, sus objetos (como la partitura del Giovanni de Mozart que Pauline guardaba en una caja neogótica en su salón), el piano donde ensayaba o daba clase, el lujo en suma, de una vida glamurosa por donde pasaba lo más nutrido de la sociedad, desde Chopin a Liszt, incluso los jóvenes como Wagner, o luego Gounod y Fauré.
CRUELDAD DEL CAPITALISMO
Al final, el mundo burgués que hace de la belleza su principal objetivo también acabó revelando su fragilidad
Los europeos es un comentario mordaz de una sociedad que aspira a todo y se queda en nada: “Si el centro de las ciudades medievales estuvo señalado por las catedrales, las grandes ciudades burguesas del siglo XIX estaban dominadas por los auditorios, los teatros de ópera, las bibliotecas, las galerías de arte y los museos de ciencias”. Un objetivo de la burguesía que tomaba distancia de la aristocracia y de las clases trabajadoras, una porque sólo se interesaba por su ocio en el campo mediante la caza, la otra porque trabajaba demasiado tiempo como para asimilarlo, a pesar de las sillas del gallinero. Al final se percibe la fragilidad de un mundo que hace de la belleza su principal objetivo. Las revoluciones de 1848-49 fueron fatales para la cultura cosmopolita, como lo fue la guerra franco-prusiana de 1870 o el resto de guerras y revoluciones. Una fragilidad que demuestra ese aspecto frío, cruel, del capitalismo del siglo XIX, capaz de lo mejor y de lo peor. Insensible al hecho de que la cultura sino se extiende no tiene sentido.
En todo caso, la historia en este bello libro es un pretexto: el verdadero tema es Pauline: quiere crear el retrato de una dama de la ópera a partir de ella misma y sus circunstancias. Cuando mueren los dos hombres de su vida, aún le quedan años para resolver el enigma que ha ido buscando en sus formas de interpretar, en sus sueños de convertir la música en la razón de la vida, en el fundamento de una civilización. Pocas mujeres han sido conscientes tan directamente de su atractivo natural. ¡Qué bella lección de historia! Un libro imprescindible.