Munich: de la revolución al nazismo
Cultura/s
Dos libros de historia narrativa describen la situación crítica que vivió la ciudad alemana desde el final de la Gran Guerra
Golpes de ideologías contrapuestas situaron a Alemania ante el caos
Si hemos de creernos su crónica del putsch, publicada el sábado 17 de noviembre de 1923 en La Veu, Eugeni Xammar llegó a Munich el día 7. Hacía más o menos un año que ejercía como corresponsal del diario de La Lliga en Alemania. El día después de llegar, el 8, era la víspera de una conmemoración incómoda: hacía un lustro exacto que, cuando la derrota en la Primera Guerra Mundial estaba al caer, diferentes estallidos revolucionarios provocaron un cambio de régimen en el país que también incluyó la caída de la monarquía en Baviera. Aquella “revolució criminal”, dice Xammar, “va ésser organitzada a correcuita per quatre jueus pagats per Bèlgica”. Lo sabía porque “això a Baviera ho saben els gossos i les criatures”. El rumor, cierto o no, es una demostración de cómo el patriotismo tenía como variante al antisemitismo. La vida pública de Munich era un otoño deprimente.
El golpe de Estado de Hitler se hizo en una cervecería en un acto político de Gustav von Kahr que King detalla
Cinco años antes de la llegada de Xammar, el tejido social de la ciudad se asienta sobre una profunda descomposición como consecuencia de la derrota bélica. Por entonces el político y publicista de ascendencia judía Kurt Eisner –un socialdemócrata pacifista que había impulsado una huelga de los trabajadores de municiones a principios de año– lideró un golpe que forzó la huida del rey Lluís III. Noviembre de 1918. Con este estallido, que durante pocos meses llevó Eisner a presidir la recién nacida República Popular de Baviera, empieza el relato del convulso periodo que Volker Weidermann reconstruye en este buen libro de historia narrativa. No estamos ante un estudio elaborado con nuevos datos. Podríamos decir que La república de los soñadores es como un Vuillard: es una inmersión total en un instante del pasado que, a través del uso de varias herramientas narrativas –descripción, diálogo, meditación sobre la acción–, ilumina hechos ambiguos y sobre todo es un seguimiento intencionado de figuras que se cruzaron con unas circunstancias vividas primero como una posibilidad para la utopía y, como pasa casi siempre, desembocaron en tragedia.
El narrador del libro va saltando de un escenario a otro, de un protagonista a otro, de una conspiración a un fracaso. Los hechos son trepidantes y los cambios de escena también, de modo que en el relato todo parece simultáneo. De una cervecería pasamos a la redacción de un diario. Del diario sale un poeta en dirección a una casa (uno de los secundarios del libro es Rilke) y el camino que hace nos permite pulsar la noche de la ciudad mientras el rey se está marchando de palacio sin olvidarse los habanos. De golpe nos encontramos dentro de la casa donde el novelista Thomas Mann redacta una nueva entrada de su dietario y, sin saberlo, en contraste con los otros actores del relato, aparece una y otra vez como un cobarde soberbio. “Estos días todo el país estaba en un remolino de confusión, al borde del precipicio”.
Este clima tiene a Eisner como primera víctima, que fue asesinado y tuvo un funeral apoteósico. “Entre la multitud también está aquel hombre delgado y pálido del bigote”. El remolino impulsa de nuevo un cambio de régimen de inspiración todavía más soviética presidido por una serie de políticos más lunáticos que realistas. Son seis meses de caos. Sin instituciones firmes, la inestabilidad es el ritmo cotidiano y la lógica de los hechos será implacable. “Caída, radicalismo, involución”. A la reacción nacionalista, que coge fuerza hacia el final del libro, se añade un personaje que no ha dejado de aparecer: Adolf Hitler. El verano de 1919 participa en un curso del ejército sobre propaganda antibolchevique y despunta. “Un hombre ha cambiado de bando como un rayo y ha encontrado su patria política”.
Hitler usa el juicio como escaparate y caja de resonancia de sus ideas para ser más conocido de lo que era
Aquel hombre, si tuviéramos que creernos la entrevista mítica, el 8 de noviembre de 1923 recibió a Eugeni Xammar en la redacción del diario del Partido Nazi. Parece improbable. Porque aquel día Hitler tenía que atar toda la logística para dar un golpe de Estado por la tarde e iniciar así, emulando la marcha sobre Roma, una marcha sobre Berlín para imponer un régimen dictatorial, autoritario y antisemita. Con la descripción del golpe empieza El juicio de Adolf Hitler , un reportaje espléndido de historia narrativa que va encabezado, precisamente, por una entradilla que Xammar puso a su crónica del día 17: “En Baviera, sin cerveza no hay política”. Porque el golpe, con armas y fuerzas de asalto, se hizo en una cervecería, aprovechando un acto político de Gustav von Kahr –comisario general del estado bávaro–. A medio mitin Hitler entró, subió al escenario, llamó a los principales políticos presentes, les medio detuvo y confinó en una habitación y todos salieron comprometidos con el nuevo régimen que lideraría aquel fanático que casi sólo era conocido en aquel estado alemán. “El cop d’Estat era un fet històric”, afirmaba Xammar en su crónica.
El libro de David King –autor de best sellers de historia– detalla con fascinante precisión el golpe en la cervecería, la ocupación de edificios oficiales por parte de otros dirigentes nazis, la reacción de la prensa al día siguiente y la represión para detenerlo que acabó con varios muertos. Parece que el autor hubiera estado y hubiera tomado nota de todo. Naturalmente se han escrito decenas de libros sobre el episodio, porque podría ser interpretado como el huevo de la serpiente, pero King le otorga una importancia singular. Lo ha sabido hacer porque ha realizado un vaciado enorme de prensa alemana pero también internacional y sobre todo ha documentado y analizado el juicio con una precisión quirúrgica. La crónica del juicio, a partir del sumario pero también de una pila de fuentes, es la parte nuclear del libro.
Aquí se evidencian no sólo las carencias formales que tuvo –con un celo evidente del juez para evitar que se desvelaran las conexiones del golpe con parte del Estado– sino sobre todo cómo Hitler supo usarlo como caja de resonancia de sus ideas y un escaparate que le permitió ser mucho más conocido de lo que era; de hecho hablaba más para el público que para el tribunal, actuando como un orate y mitificando su propia biografía (como sabemos en relación a su participación en los hechos del otoño de 1918).
Hitler aprovechó la condena para escribir ‘Mein Kampf’. En el comedor de prisión ondeaba una bandera con una esvástica
“Ahora soy el responsable político de la nueva Alemania”, dijo en una de sus últimas intervenciones en el juicio. Esta firmeza, que contrastaba con la imagen crítica que la opinión pública tenía con el procedimiento penal, afianzó el liderazgo de un Hitler que se autoafirmaba como el patriota que combatía “la tuberculosis racial del contubernio judío internacional”. Fue condenado por alta traición, pero la pena fue muy reducida y en la prisión disfrutaría de todo tipo de privilegios. En el comedor, incluso, se colocó una bandera con una esvástica y no tuvo problema alguno para recibir centenares de visitas que le hicieran miles de regalos sino que además aprovechó la condena para escribir Mein Kampf. La sentencia se dictó el 1 de abril de 1924 y el 20 de diciembre de aquel año ya estaba en libertad. Ver tan claro tantos claros erros cometidos es inquietante y aleccionador.
'La república de los soñadores'”
'El juicio de Adolf Hitler'”