El poeta Joan Maragall la admiraba sin condiciones y la consideraba “ferida pel llamp del geni”; Mercè Rodoreda decía que Caterina Albert (l’Escala, 1869-1966) honraba el nombre de Catalunya; y Maria Aurèlia Capmany afirmaba que su rasgo principal era haber estado siempre pasada de moda, lo que le permitió escribir ajena a las corrientes de su tiempo. Quizás sea por esto último que ha envejecido tan bien y ha tenido defensores acérrimos, como la misma Capmany y como Montserrat Roig, quienes salieron en su defensa acusando a Joan Fuster de haberle dedicado un espacio misérrimo en su Literatura catalana contemporània, muy por debajo de la estima intelectual que ambas sentían por aquella señorita adinerada de l’Escala que hoy consideramos, y con justicia, una de nuestras más grandes narradoras.
En el epílogo a las Obres completes de la ampurdanesa, bajo el título Els silencis de Caterina Albert, Capmany habla de su actitud defensiva, parapetada bajo la falsa apariencia de escritora amateur, y de las muchas y largas etapas en que abandonó la escritura en beneficio de otros quehaceres: “Si existia un Principat de les Lletres ella no n’era súbdita, més aviat una passavolant a la que no cal exigir documentació i molt menys encara adhesió a les lleis tàcites, siguin quines siguin, d’aquest cos social”. Se me ocurre que protegerse tras la barrera de ese fingido amateurismo fue acaso el gran acierto de Víctor Català: no sólo le evitó la disciplina férrea del plumilla empeñado en ser fábrica de lectores, sino que le ahorró asimismo no pocos roces con sus colegas varones. De hecho, creo que es probable que fuera esa actitud suya de no beligerancia la que llevó a estos a aprobar su ingreso en la Reial Acadèmia de lBones Lletres, donde fue la primera mujer en entrar en 1923. Única dama en un mar de bigotes y cuellos duros, tuvo que fingir no ser más que una humilde escribana aficionada.
Me gusta recordar la imagen de la joven Caterina Albert recibiendo semanalmente en su domicilio al librero de Figueres, el señor Preses, quien le llevaba en carro los libros que le había encargado en una visita anterior. Ella, que confesaba como toda autodidacta haber leído desordenadamente, albergaba en su alma todavía joven una irreductible vocación artística, que acabó desembocando en el papel, pudiendo haberlo hecho por ejemplo en la pintura, que dominaba bien. No teníamos aún en Catalunya una George Eliot o una George Sand que ostentara un pseudónimo masculino –en la estela de esa tradición tan europea– y fue ella quien lo inauguró, no por gusto, sino por haberse visto acusada de crueldad en los Juegos Florales de Olot de 1898, donde fue premiado su monólogo teatral La infanticida. Fue al decidir que jamás nadie vería su nombre real en la portada de un libro cuando selló su compromiso con una carrera larga y fecunda.
No fue hasta julio de 1917 cuando la escritora se exhibió como tal públicamente, cosa que sucedió en la fiesta de los Juegos Florales de Barcelona, que presidió a petición de su amigo Francesc Matheu.
Su intención no había sido nunca escandalizar, pero no pudo evitar la polémica cuando le dio por escribir la historia de unos ermitaños que a su vez le habían contado. Pero incomodó publicando por entregas, entre 1904 y 1905, la novela Solitud en la revista Joventut a petición de su director, Lluís Via. Un tour de force lingüístico donde construyó uno de los primeros personajes femeninos realmente empoderados de la literatura hecha por mujeres aquí, Mila. Esto es lo que le decía por carta Joan Maragall: “Arribar a donar la sensació de la vida de les muntanyes com vostè la dóna a Solitud sense haver-hi estat ho tinc per una meravella; i si vostè pogués i volgués dir-me com ha estat això, em faria una gran mercè.” A su vez, Josep Carner pensaba de la novela que era el monumento más grande de la literatura catalana.
Fue María Luz Morales, directora circunstancial de La Vanguardia durante parte de la Guerra Civil, quien la tradujo al castellano en los años veinte y la dio a conocer en el resto del país publicando sus relatos en el diario El Sol; versiones que más tarde se incorporarían al volumen Retablo, con piezas de la autora escritas en castellano. La periodista le dedicó un capítulo de su libro de recuerdos Alguien a quien conocí, donde menciona que el director del diario madrileño le dijo un día: “Tienen ustedes en Cataluña al más singular novelista de España y es una mujer”.
Apreciada y valorada, a pesar de lo que significaba ser una escritora célebre en catalán en pleno franquismo, se pasó los últimos diez años de su vida recibiendo en la cama, quién sabe si para no tener que lidiar con lo que sucedía allende de su dormitorio. Leemos en Mosaïc: “La meva cambra blanca té un balcó que dóna a migdia, sobre un jardí on les plantes creixen a son lliure albir, ufanosament, primitivament, sens sofrir mai la cruel tortura de les mans del jardiner”. Como ella misma, liberada de ataduras.
El hecho de que Capmany (Barcelona, 1918-1991) tenga en Víctor Català una suerte de modelo a seguir no es un dato baladí. En una Catalunya donde fueron muchos los escritores y las escritoras que se vieron obligados a exiliarse, ellas son dos de las representantes más destacadas del exilio interior. Mientras Català es una pacífica rentista que se mueve básicamente en el eje Barcelona-L’Escala y que cual araña va tejiendo lentamente su obra, Capmany es un talentoso torbellino y una mujer de acción donde las haya.
Aparentemente, parecen estar en las antípodas. Los intereses arqueológicos de Català –quien participó muy activamente en las primeras excavaciones del yacimiento de Empúries– se traducen en Capmany en un compromiso civil y político profundo que la llevó incluso a ejercer como regidora de Cultura en el Ayuntamiento de Barcelona en la primera etapa del alcalde Maragall. Y el feminismo de puertas adentro de la ampurdanesa se traduce en feminismo de puertas afuera en la autora de La dona a Catalunya (1966), que con ese ensayo fundacional se convirtió en piedra basal de un movimiento que defendió siempre y sin fisuras; por algo la llamamos nuestra Simone de Beauvoir.
Capmany sentía un amor incondicional por la cultura, un amor que tenía su origen en la fortuna de haber estudiado en el Institut-Escola, donde le fueron tatuados los valores republicanos, y en una familia donde los libros siempre fueron la mejor compañía: a una madre lectora se sumaba un padre agitador cultural –Aureli Capmany–, sin olvidar a la tieta Mercè, directora de la Biblioteca de Canet, modelo al que aspiró. Como ella misma escribió: “Viví entre libros e ideas desaforadamente esperanzadoras”. De familia menestral, creció en plena Rambla barcelonesa, que fue su hogar durante largos años, y donde los suyos tenían una cestería.
En Capmany confluyen el compromiso civil y político, el activismo y un amor incondicional por la cultura
Vivió siendo joven el esplendor de la República, sufrió la Guerra Civil, ayudando desde la retaguardia a niños que habían sufrido los bombardeos, y estrenó la posguerra en una universidad franquista hasta la médula, donde antes de la contienda se había matriculado en Filosofía y Letras. De su antifranquismo convencido hizo bandera y trampeó como pudo esos años de “color de gos com fuig” (la definición es suya). Se dedicó con vocación a la pedagogía en diversos centros y fundó junto a Ricard Salvat la Escola de Teatre Adrià Gual, que en los años sesenta fue para Barcelona un reducto de cultura libre y de forja de nuevos talentos.
Llegó a la transición siendo una figura reconocida y con una trayectoria literaria ya muy sólida. Trabajadora infatigable y muy prolífica –sobre todo porque la economía le urgía a serlo–, fue novelista, ensayista y dramaturga, y también escribió canciones que escuchamos, por ejemplo, en el disco Dones, flors i violes.
Empezó a publicar tardíamente, ya en los años 50. En el prólogo a su primera novela editada, Necessitem morir, uno de los críticos más relevantes de la época, Joan Triadú, escribió: “Maria Aurèlia no haurà d’anar a cercar lluny la vocació i el do de novel•lista, perquè té un món a dins i un instint furiós de descriure’l”. La siguiente fue L’altra ciutat, escrita bajo la influencia nada disimulada de su querido maestro y amigo Salvador Espriu.
Betúlia, El gust de la pols, La pluja als vidres, Quim/Quima o Un lloc entre els morts (premio Sant Jordi 1968), por citar sólo parte de su abundante producción, la sitúan por afinidades estilísticas en la línea de un Balzac, aunque su realismo psicológico la acerca a autores como su admirado Faulkner. Capmany destaca asimismo por haber tenido un especial interés en crear personajes femeninos que se niegan a enfilar obedientemente la senda que les ha sido preparada, como la Carola Milà protagonista de Feliçment, sóc una dona, una de sus novelas más emblemáticas; el nombre, es evidente, rinde un claro homenaje a la ermitaña de Solitud. De la condición de la mujer se ocupó también en divertimentos serios como sus Cartes impertinents, misivas en las que volcó su certera visión de lo que las mujeres de su tiempo fueron y en gran parte aún son.
Fue intensa también su faceta de articulista afinada y cultivó el memorialismo, cosa muy de agradecer dada la escasez de testimonios femeninos con que contamos. Autora de casi sesenta títulos, la suya fue una muy activa participación en esa correa de transmisión que permitió que la literatura catalana saliera del oasis republicano para llegar a la Transición si no indemne, sí cuanto menos sin haber naufragado. Referente para los jóvenes, que entonces se llamaban Terenci Moix, Montserrat Roig o Benet i Jornet, y catalanista hasta la médula, tuvo siempre consciencia de estar contribuyendo a la supervivencia de un ecosistema cultural que algunos habrían preferido ver agonizar.