Sábado por la mañana. Sol invernal, cielo azul. Oyes voces de niños, pájaros, algún coche que marcha a poca velocidad. Y toda esa claridad y pureza, ese hermoso mundo colocado en un propio orden incontestable te parece irreal, más extraño que los hilos que aún te sujetan a algo que pasó anoche -que hiciste, que soñaste, que viste- y que, al mismo tiempo buscas olvidar y recordar, ordenar y esconder. Te atrae la pesadilla, el desorden, el desarreglo, lo incorrecto, lo insalubre, pero al rato necesitas subir a la superficie, volver para respirar y saber que las luces de casa siguen encendidas y conservas una familia, una casa, un empleo, unos amigos. Es insoportable vivir en el Infierno. También hacerlo en el Cielo. Ahí está David Lynch.
Quizás los crímenes de la noche deberían ser juzgados y penados por las leyes de la noche porque son incomprensibles a la luz del día. Has de ir y volver, soñar y despertar, caer y redimirte porque en eso está la aventura de estar vivos: ponerse en aprietos, ser curiosos, salvar el pellejo en el último momento. La pureza necesita lo sórdido, lo negro se ciega en blanco, el sueño acaba en pesadilla, la corrupción de los cuerpos y la redención del amor antes de la primera traición. Has vuelto a casa. Todo está en orden y todo es, a la vez, hermoso y terrible. El mundo es extraño y tú, después de ver lo oculto, ya nunca podrás ser el mismo. Ahí también está David Lynch.
El director nacido en Missoula, Montana, y fallecido hace apenas dos días, no lo hizo fácil pero tampoco imposible. Impactó en la cultura popular desde los márgenes, pero con la fuerza de los blockbusters ochenteros. Cineastas, músicos, escritores no serían lo que fueron si Lynch no hubiera existido. Y al mismo tiempo -algo que no está al alcance de muchos creadores- creó un nuevo tipo de espectador de cine y televisión, que aceptó una particular manera de explicar las historias, liberadas del rigor y el orden de lo racional creando en nosotros una relación muy especial con el misterio. El interior y el del mundo. Belleza con fealdad. Lo correcto con lo incorrecto. Lo secreto y lo revelado. Nos reconcilió con el que somos por la noche y también por el día. Doctor Jekill y Mr. Hyde. La necesidad de lo doméstico y cotidiano y la privacidad de lo transgredido detrás de una cortina de terciopelo azul o en un auto zarandeado por la esquizofrenia a ritmo de I’m deranged.
A Nick Cave, David Lynch le salvó media carrera al profundizar en la veta de la oscuridad debajo de baladas interpretadas por crooners de los años 50. El Bob de Twin Peaks estaba debajo de todas ellas (In dreams, I’ve told every Little star, Criying, Love me tender) conviviendo con el poder evocador de esas canciones. No eran lo que parecían. Mejor aún. Eran y no eran al mismo tiempo lo que parecían. La subversión del arte dependía de la luz que iluminara la pieza, de la velocidad del coche, de si las luces eran largas o cortas. Habitar un sueño, una pesadilla en la que habías de renunciar a entender, a tratar de ordenar las páginas por números y tiempos, porque solo así podías disfrutar y sufrir una experiencia cinematográfica como son las películas Lynch de David Lynch. No trates de explicar una pintura ni de entender racionalmente un sueño. Estás y vuelves. Sucede y sientes. Pero puede pasar que ya no puedas volver de lo oscuro o despertar de una pesadilla. Ése es el riesgo. Como le sucede a Laura Dern en el último tramo de la devastadora Inland Empire. Alicia ya no puede regresar.
Todo ello servido por un personaje perfecto: él mismo. Porque David Lynch nunca se convirtió en el gólem idiotizado de sus propias películas. Fue radicalmente sus películas pero el tipo te aparecía puntual, sobrio y elegante, con una gorra de beisbol y un cigarrillo alargado. Fue el excéntrico más cool del Universo. El dial nunca del todo bien sintonizado pero que, de repente, ponía tu canción favorita o hacía que sonara el teléfono y fueras tú también o la persona en quien estabas pensando mientras uno escribe estas líneas, por ejemplo. Lynch nunca intelectualizó su propuesta de artista orgánico y total. Siempre regresó a la mañana siguiente como hacen los artistas de verdad que no remedan a sus personajes o sus argumentos. Que no se hacen estereotipos ni productos rebajados. Personificó honestamente el artista que entra en el subconsciente, y acepta que el sueño es sueño sin más, y que eso, precisamente eso, nos permite acceder a un tipo de belleza o terror. Ves, miras, oyes y esperas que amanezca para poder explicar lo que has visto desde dentro de un armario o escuchado en los asientos traseros de un coche lleno de pirados.