Racismo: historia de una lacra

Discriminación

El historiador Francisco Bethencourt señala en su nuevo libro que las primeras manifestaciones modernas del racismo se produjeron en la Península Ibérica en tiempos de la conversión de los judíos

Ku Kux Klan

Miembros del Ku Klux Klan 

Library of Congress / Terceros

Cuenta el historiador Francisco Bethencourt que el racismo no ha sido igual a lo largo del tiempo, pues no tienen nada que ver, pongamos por caso, el que se produjo durante la colonización de América con el de siglos después con el apartheid; y que tampoco tienen por qué ser iguales fenómenos que se produzcan en el mismo momento pero en lugares diferentes. Por eso llamó a su libro en plural, Racismos (Arpa), un ensayo en el que repasa la historia y evolución de este tipo de discriminación desde la Edad Media hasta nuestros días. Varias conclusiones: que el racismo no es inherente al ser humano; que tras él siempre hay una lucha más o menos organizada por el poder y los recursos; y que -aunque puede que a alguno se le atragante el desayuno- las primeras muestras de racismo sistemático moderno se produjeron en la Península Ibérica.

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El análisis de Bethencourt (Lisboa, 1955), catedrático de Historia en el King’s College de Londres, parte de la Edad Media porque, explica a La Vanguardia, antes no se puede hablar de racismo institucionalizado, “al menos no según mi definición, es decir, un prejuicio sobre la ascendencia étnica asociado con una acción discriminatoria sistemática y sostenida en el tiempo”. Dicho de otro modo, para hablar de racismo en un sentido moderno del término tiene que haber una persecución prolongada, a veces durante siglos, y no por motivos religiosos o de otra índole, sino por el origen.

Por eso, no se puede decir que en el mundo antiguo existiera este fenómeno. No es que griegos y romanos no tuvieran prejuicios, que los tenían y en abundancia –los asiáticos, por ejemplo, eran “arrogantes”, “corruptos” y “serviles”. Pero estos prejuicios no llevaron a una discriminación institucionalizada y prolongada. De hecho, en el caso de Roma, pronto hubo emperadores procedentes de las provincias y con el tiempo, recuerda el historiador, la ciudadanía se amplió a todo el dominio romano.

El historiador afirma que el racismo no es inherente a las sociedades humanas y que tras él siempre hay un proyecto político concreto

Respecto a la Edad Media, Bethencourt documenta abundantes casos de discriminación pero que o bien obedecen a motivos claramente religiosos o bien se producen durante poco tiempo. Entre estos últimos, llama la atención su alusión a la dominación catalana en el ducado de Atenas del siglo XIV y la esclavización de griegos que llevaron a cabo los invasores, hasta que la corona prohibió esta práctica porque las víctimas eran cristianas.

Ese último matiz, que fueran cristianos, es muy importante, pues en él radica la diferencia entre una persecución religiosa y otra étnica. Por eso, el autor sitúa en la Península Ibérica los primeros casos de racismo institucional moderno, o al menos el primer momento en el que emergen con claridad. Tras la expulsión de los judíos, en 1492, los que pudieron quedarse gracias a haberse convertido al catolicismo no lograron huir de la discriminación, pese a que formaban parte del mismo paraguas religioso que los cristianos viejos. Lo mismo sucedió con los moriscos, que fueron discriminados pese a su conversión. Se trata de casos de persecución no vinculados pues a la religión, porque, sobre el papel, todos eran cristianos, sino a su origen.

Si no hay un motivo religioso, ¿qué razón se encuentra tras este y otros procesos similares? La tesis de Bethencourt es que “el racismo ha estado históricamente motivado por proyectos políticos” y, tras ellos, la toma de control por parte del colectivo dominante de los recursos, sean económicos, políticos o sociales. Esto es especialmente claro en la época colonial, empezando por la conquista de América, donde los colonizadores extrajeron enormes recursos de los nuevos territorios, para lo cual la discriminación de las poblaciones autóctonas era imprescindible. Sin embargo, como señala Bethencourt, no existe una fórmula universal para ello, lo que se aprecia de forma clara en el caso del continente americano: mientras, en el sur, españoles y portugueses asimilaron a la población, aunque la mantuvieron subordinada, en el norte los británicos nunca asimilaron a los indígenas y consideraron a las naciones indias, paradójicamente, como extranjeras en su propio territorio originario. Es más, no obtuvieron la ciudadanía estadounidense hasta el año 1924.

La combinación de expansión territorial y de racismo era un caldo de cultivo ideal para la esclavitud, un fenómeno que no se explica sin la idea de superioridad de los grupos dominantes, pero que a la vez también contribuyó a reforzar los prejuicios previos contra las etnias esclavizadas. Bethencourt se detiene también en las corrientes abolicionistas y al proceso de erradicación del esclavismo, a pesar de lo cual los estigmas continuaron presentes en las sociedades occidentales donde esta práctica había estado más enraizada. En Estados Unidos “a los negros no solo se les privó de los derechos civiles adquiridos con la abolición en 1865, sino que se les sometió a una segregación formal y a una intimidación violenta (…). Hizo falta un siglo de campañas civiles y el movimiento negro de los años 1960 para acabar formalmente con la segregación”, escribe.

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El racismo fue también un instrumento eficaz en muchos casos para la construcción del estado nación moderno en tanto que fue utilizado para arrinconar a las minorías y construir sociedades homogéneas, un proceso que se inició después de la Edad Media pero que se prolongó hasta la era contemporánea. “El nacionalismo trajo consigo la fusión de la nación y de la raza, con una identidad colectiva basada en la idea de una lengua y una ascendencia comunes”, escribe Bethencourt. Aunque los ejemplos son inacabables, el autor se detiene en la construcción del estado turco de mayoría musulmana que pasó por la marginación de algunas minorías como la griega y la persecución y genocidio de otras, como la armenia.

El racismo y el esclavismo son fenómenos antiguos anteriores a la elaboración de las teorías raciales, basadas en criterios pretendidamente científicos. Pero con la aparición de estas corrientes de pensamiento, “la inclusión de viejos y nuevos prejuicios relacionados con la ascendencia étnica en un marco científico espoleó la conducta discriminatoria, ya que cristalizó los prejuicios étnicos, otorgándoles un estatus superior de conocimiento”. Esas tesis, desarrolladas en los siglos XIX y XX, tuvieron un gran impacto en las políticas totalitarias de la ultraderecha hasta mediados del siglo pasado. De entonces son las imágenes de los manuales que utilizaban, por ejemplo, las medidas del cráneo de diversas etnias para justificar la pretendida superioridad de una –la blanca- sobre otras.

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Corbis via Getty Images

Es una imagen, esta última, que evoca directamente al nazismo, para Bethencourt el ejemplo más extremo de racismo. Históricamente las políticas raciales han evolucionado a lo largo del tiempo y el fenómeno ha mutado. En este sentido, el nacionalsocialismo fue el resultado de tendencias que venían de mucho tiempo atrás que se unieron a otros ingredientes más modernos, como las teorías raciales supuestamente científicas y las posibilidades materiales modernas para aplicar la persecución y el exterminio. Todo ello permitió al régimen racial alemán eliminar a la población judía –“el enemigo interino que había que expulsar”- de los territorios que controlaba. Con todo, el libro cita otros casos modernos, que pese a no tener las dimensiones del nazismo sí que recuerdan que la persecución racial en la era moderna no es patrimonio solo de Hitler. Es el caso del mencionado genocidio armenio, de las deportaciones masivas de etnias sospechosas a ojos del estalinismo o del desplazamiento forzado de población alemana tras la Segunda Guerra Mundial.

¿Y hoy? En la actualidad, el racismo no se sirve ya de tesis pretendidamente científicas que fueron borradas del mapa con la derrota de la Alemania nazi. Sin embargo, persiste con otros argumentos. “El racismo hoy no es biólogico –argumenta Bethencourt- sino cultural. Es la idea de que hay poblaciones que no están preparadas para las tecnologías, que no tienen educación y que, por su pobreza, están más expuestas a la criminalidad. Son estereotipos que no tienen confirmación científica”.

El contexto global no ayuda, pues “el sistema jurídico internacional, construido tras la guerra en 1945, basado en la noción de derechos humanos, está amenazado”, explica el historiador. Y añade que “hoy impera la fuerza bruta en las relaciones internacionales, lo cual es gravísimo, porque significa que no hay ningún pueblo protegido de la violencia externa”.

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