Contra el algoritmo

Oscars 2025

Iban a ser los Oscars del resentimiento. Los Oscars de la calumnia y del odio. Los Oscars de Trump. El foco estaba puesto, más que en las películas y sus méritos, en Karla Sofía Gascón; si aparecería, cómo lo haría, si circularía por la alfombra roja y saludaría a Audiard, el director de Emilia Pérez que ella protagoniza. Gran película, hay que añadir. Una obra de una osadía formal cuyas posibilidades de galardón no deberían haberse visto empañadas por la bocaza de la española ni por su falta de sensibilidad, de hace años, hacia los más vulnerables de la sociedad.

El “escándalo Gascón” ha afectado seriamente a las posibilidades de premio para Emilia Pérez, para qué engañarnos. A pesar de todo hay que destacar que, en el palmarés, se ha impuesto el buen criterio y la amplitud de miras, algo que no figura en el diccionario del actual presidente de Estados Unidos, ese remedo de Gil y Gil yanqui -los viejos del lugar saben de quién estoy hablando- que solo entiende de intereses miopes y del uso de la calumnia como ariete. (Una película imprescindible como El aprendiz, de Ali Abbasi, ahora en plataformas, nos muestra cómo aprendió su técnica). Con Gascón regresada del ostracismo, esa práctica de muerte social de los antiguos romanos que ahora llamamos cancelación, los Oscar nos han hablado finalmente y sin cortapisas, con elocuencia, de un cine de calidad y de algo que uno iba perdiendo ya: de una sensación de esperanza compartida.

Karla Sofia Gascon, en un momento de la ceremonia

Karla Sofia Gascon, en un momento de la ceremonia 

REUTERS

El buen criterio se ha impuesto entre los académicos y académicas de Hollywood. No olvidemos que son profesionales del cine que votan a otros profesionales; no olvidemos, tampoco, que estos premios, los más importantes del cine mundial, nunca son ajenos al entorno social. Todo eso está en el palmarés. Un palmarés sismógrafo que se decanta por un cine que no claudica ante las imposiciones del momento. En el que, con cinco estatuillas, se impone la originalidad, la valentía, la honestidad de Anora, de Sean Baker. 

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Anora se mueve con comodidad en los márgenes de la sociedad, mirando cara a cara a los desheredados; en este caso a las mujeres que se prostituyen. Esa mirada compasiva, lateral, minoritaria, única, ha sido reconocida como se merece. Mientras que el cine repetitivo, vacuo, intrascendente e insulso, ese cine de “mantita y sofá” como solemos decir, que también presta sus servicios, por qué negarlo, ha sido olvidado. Ese cine que promueven las plataformas guiadas por el algoritmo de la vulgaridad está ocupando el centro de eso que antes llamábamos el séptimo arte. Un cine que se olvida en cuanto se apaga el televisor. Con Anora, eso no pasa, para nada. Uno se queda pensando. Lo terrible no es que exista ese cine vacuo, no. Lo terrible, lo peligroso, es que trastoque nuestros valores de calidad y empecemos a confundirnos. En ese sentido, los Oscars se han resistido a la vulgaridad.

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