Hace tiempo, en el Salón de los Espejos de Baeza, vi reflejados a Lorca al piano y a Machado recitando. Al parecer, veo el pasado en los espejos. Una vez hablé con Gil de Biedma en el probador de un H&M. Pero esa es otra historia.
Semanas atrás, recibí la invitación al Nadal. Te esperamos en el Palace, en un salón repleto de espejos, cortinas doraícas y arañas. La carta iba a nombre de USCLES –si ya me es difícil pronunciar la eses líquidas con mi acento de los cerros…–. Acepté y me arrepentí: ¿Cómo piensas ir vestido? ¡Si tu armario está patrocinado por Humana! Como la etiqueta no sea «aceitunero» o «campesino»…
Recurrí entonces a un buen amigo:
–Dame algo que sea elegante y que case con mi gorra.
–¿Piensas ir con la boina al Palace?
–¡Si hace falta, me la pego con Loctite! Y no voy con la vara de varear porque no cabe en el AVE.
Me prestó un traje vintage. Etiqueta: El secreto de Puente Viejo meets la Gauche Divine.
20.00 h. Llego al Palace y acaricio un Lorazepam en el bolsillo. Nunca antes estuve en un cinco estrellas. Lo más parecido fue el Parador de Jaén, donde el lujo no vino de la decoración, sino de desayunar con Gabilondo.
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Entrega del premio Nadal y Josep Pla en los salones del Hotel Palace de Barcelona 
–Tu tierra es preciosa –me dijo Iñaki en el castillo donde escribió sus memorias un presidente de Francia–. Por cierto, ¿sabes por qué diantres he dormido en una habitación con 500 retratos de De Gaulle?
Se lo expliqué y me sentí el hombre más dichoso de Iberia. ¡Aporté algo a Gabilondo! Si bien, debería haber aprovechado para que me diera consejos de protocolo: no sé utilizar los cubiertos. En mi casa, cortamos los filetes con el canto del tenedor.
¿En qué lado se apoyarán las cucharas?, pienso mientras espero en el hall a Flavita Banana, a quien conocí en otro sitio también muy lujoso: en Magaluf.
–¡Qué guapa vienes! Oye… ¿Sabes diferenciar los cubiertos? Creo que prefiero decir que estoy malo a coger la cuchara como un boli.
Flavia me dice que no hemos venido a comer, sino por el salseo. Nos reímos.
Entramos y me piden el abrigo. Al quitarme la prenda, caen tres botellitas al suelo.
–¡Disculpe! Es aceite de mi familia. Lo he traído por si venía el rey. ¡No es ántrax líquido! –me río; el azafato, no.
Con la tontería, me quedo sin aceite. Tampoco sé si vendrá el rey, a quien ya sé qué le diré:
–¡Felipe! No sé si se leyó mi libro, pero siento haberme inventado que su abuelo se metía una rodaja de limón en la boca para que se le entendiera mejor.
La copa de espera me gusta. Hablo con editores y periodistas. Pronto me disculpo y voy al baño. Por el camino, escucho: ¿por qué va ese vestido de Oliver Twist? No sé quién lo ha dicho. ¡Esta gente, qué bien actúa!
En el pasillo, dos niños pintan con ceras la pared. Me reconocen:
–¡David! Gracias por ponerle al río de tu novela mi nombre.
–¡Y a mí por dejarme charlar con Machado!
No puede ser. Son Ferlosio y Matute, pero en sus cuerpos infantiles. Le deseo un feliz centenario a ella y entro al baño. ¡Como me hayan grabado hablando solo, no vuelven a invitarme ni al Nadal ni al Nadol!
En el baño, un señor me toca el hombro.
–¡Zagal! Has escrito un libro deliberiadamente costumbrista. Me alegra ver que alguien sigue ensalzando la vida rural. ¡A por el Nadal!
–¡Delibes! Un honor conocerle, pero no me presenté al premio.
–¡Ya, claro! ¡Paco! –Llama a la puerta de un retrete– ¿Le ayudas con el discurso?
–¡Yo solo he venido a hablar de mi libro! –le responde el hombre enojado.
Me despido y vuelvo al salón con el rostro desencajado. ¿El Nadal a mí? ¡Pero cómo voy a salir al escenario así, si voy de Oliver Twist!
Busco a Flavita:
–¡David! ¿Has visto los códigos QR de las mesas? Tienen relieve.
–¡Eso es para que los puedan leer los ciegos! –Flavia se ríe.
Llega la cena. Inés Martín Rodrigo me habla y yo miro con miedo los cubiertos.
Deseo ir al ropero a por el Lorazepam, cuando alguien me agarra del brazo y me dice:
–¡Me han dicho que escribes un libro sobre mí! –La mujer se parece a Laforet. Es ella.
–¿¡Qué está pasando!?
–David… –me susurra–. Son los espejos.
Miro hacia ellos y me santiguo.
En el escenario, recuerdan a Martín Gaite, nacida cien años atrás. Van a anunciar el ganador y entro en pánico. Me levanto y me abalanzo contra una de las paredes de espejos. Y desaparezco.
Nadie se da cuenta. Solo Delibes que, desde el baño, resopla y maldice.