Hace seis años que, Musk mediante, su música orbita en el espacio alrededor de la Tierra. Su efigie decora el árbol de los reyes de Dinamarca y forma parte de una de las últimas líneas de camisetas de Zara. Es Ziggy Stardust, o Aladdin Sane, o el Duque Blanco, o el camaleón del rock, o David Bowie, en todos los casos un personaje inmenso dentro de la música como queda patente en Vidas (Es Pop Ediciones), la biografía oral que el periodista británico Dylan Jones construyó en el 2017 de “un enigma al que todo el mundo creía conocer”.
A través de más de 200 testimonios en primera persona, Vidas toma la forma de un mosaico de los recuerdos que el músico londinense dejó a lo largo de su vida entre quienes le trataron personalmente: desde gruppies ávidas por acostarse con su ídolo hasta lo más granado de la aristocracia musical: Iggy Pop, Lou Reed, Glenn Hughes, Bono o Debbie Harry, sin olvidar a las docenas de empleadas y empleados del sector musical que destacan sus traiciones, su magia, o ambas cosas a la vez. Todos estos nombres -y por supuesto Angie Bowie, protagonista de una relación que su exmarido dijo que era “como vivir con un soplete”- circulan por las más de 500 páginas del libro, y cada cual lanza su propia visión del genio: un caballero, una maravillosa voz, un genio en la composición, una máquina sexual o un vampiro que devoraba cualquier idea que le pasara por la cabeza. No en vano Mick Jagger –uno de los pocos testigos que no están presentes en el libro- ya advirtió que “nunca estrenes un nuevo par de zapatos delante de él”, porque si le gustan los compra y los hace suyos.
Fue un caballero, una maravillosa voz, un genio componiendo, una máquina sexual o un vampiro
El resultado es un retrato denso por lo arrítmico de la lectura pero tremendamente rico en anécdotas que, a su vez, cargan de razón los trazos que dibujan una de las personalidades más poderosas de la cultura musical del siglo XX, un artista que cumplió la meta que se proponían los dandis decimonónicos: convertir su propia vida en un arte, empeño que mantuvo desde que se le conocía como David Jones y vivía en Brixton, al sureste de Londres, en unos años donde todavía existían las cartillas de racionamiento y los cráteres dejados por las bombas de la reciente guerra no se habían reparado.
Vecino de otros futuros artistas como Peter Frampton o Marc Bolan, de adolescente ya mostró su deseo por diferenciarse del resto, lo que le llevaba junto al fundador de T. Rex a rebuscar entre las bolsas que tiraban a la basura las tiendas de la calle Carnaby, o a montar guardia frente a la casa de Paul McCartney hasta el día que el exBeatle le invitó a pasar y escuchó su maqueta (años después, fue Boy George quien se apostó frente a la puerta de Bowie en Londres). También fue en la juventud cuando Bowie descubrió que tocando el saxo de noche podía ganar prácticamente lo mismo “que me pagaban por trabajar de día” en la agencia de publicidad donde le había colocado su padre. Quedó así sellado el destino de Bowie, que ya en la escuela se cambiaba el color del pelo o se depilaba las cejas.
“Liberó a todos los adolescentes del extrarradio”, afirma el novelista Hanif Kureishi para dibujar uno de los trazos más subrayados de la obra, el que recuerda su papel rupturista tanto en lo musical como en lo estético, con una figura andrógina y abigarrada que chocaba frontalmente tanto contra la Inglaterra gris de posguerra como con la imagen del rock’n’roll, un tanto anquilosada ya a comienzos de los 70. Desde Space Oddity, su primer éxito publicado en 1969 (el año en que el hombre pisó la Luna, no lo olvidemos), y uno de los primeros singles en aparecer en estéreo, Bowie se convirtió en el extraterrestre más famoso del planeta. “Su rollo no se parecía al de ningún otro” recuerda el dj Rodney Bingenheimer, que le conoció en una fiesta en Los Ángeles en 1971, “vestidos largos, un sombrero tipo pamela, el pelo teñido, lucía increíble”.
“Es con gran diferencia el hombre más inteligente con el que he trabajado nunca”, dijo de él Rick Wakeman, miembro de Yes y colaborador en varios discos de Bowie. También Mick Ronson, Reeves Gabrels o Pat Metheny relatan su experiencia en el estudio de grabación con el creador de Let’s dance, su mayor éxito de ventas y la certificación de que acertó instalándose en Berlín, donde compartió piso con su apadrinado Iggy Pop y Brian Eno. “Tenían cantidad de peloteras sobre lo que había en la nevera”, recuerda Paul McGuiness, exmanager de U2.
La obra recuerda su papel rupturista en lo musical y en lo estético, con una figura andrógina y abigarrada
El reguero de testimonios nos descubre las múltiples caras de un artista al que su primer representante, Tony Defries, convirtió en estrella incluso antes de serlo, un hombre capaz de entrar y salir de su propio personaje a voluntad, con una fama de estrafalario que llevó a que durante una fiesta le ofrecieran “un cadáver todavía caliente por si quería follárselo”, como recuerda la fotógrafa Josette Caruso. En el otro extremo, sus extensos conocimientos de arte le llevaron a ser confundido con un guía turístico durante una visita al Vaticano pese a que nunca fue a la universidad, una falta que suplió con su constante afán por aprender.
La cultura fue lo que unió a Bowie con Amanda Lear, musa de Dalí y durante un año pareja del promiscuo cantante, que en sus comienzos se proclamó homosexual pese a vivir entonces en pareja y tener un hijo. Considerado bisexual, de lo que no cabe duda es de su oceánica promiscuidad, otra marca de la casa desde sus comienzos, cuando se ofrecía a tener sexo con hombres a cambio de ser promocionado, o a llevar amantes a casa de sus parejas oficiales, en ocasiones sin haberlo consultado con ellas. “Nuestro matrimonio fue una asociación para convertir a David en una estrella mundial”, recuerda Angie, “entre tanto también tuvimos una relación”.
“Envecejer en esta industria es una perpectiva fascinante, ya que jamás se había hecho con anterioridad” comentaba el propio Bowie en una de las varias entrevistas reseñadas en Vidas que alcanza hasta su último álbum, Blackstar, publicado dos días antes de la muerte del artista en una coincidencia aparentemente premeditada. No fue así, aunque Bowie lo compuso sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida, lo que no le impidió proseguir con su exploración incesante, que en aquella ocasión le llevó al jazz porque “se la pelaba por completo la autenticidad; era como una urraca, si algo brillaba se lo llevaba”.