Despliega en la mesa de la editorial un gran esquema de trabajo y lo rodea de fotografías y mapas. Más que la explicación de una novela parece la investigación de un crimen de la serie CSI . En el centro del esquema, un gran óvalo. En él, los nombres María y Odisto en mayúsculas y unidos por un corazón. A su alrededor, una constelación de 70 nombres. Darío, Alfonsita, Pura, Manolo, Estanislao, Patrocinio. Unidos por corazones o por líneas que indican que son hermanos. Y acompañados de anotaciones en rojo: “Partera”, “viudo” o “vive en el cementerio”, el lugar adonde se traslada Manolo para ir acostumbrándose. Es el esquema del universo del pueblo de Jándula, en Iberia. Trasuntos del pueblo jiennense de Quesada y de la España de la Guerra Civil que David Uclés (Úbeda, 1990) narra en tono de realismo mágico en la novela La península de las casas vacías (Siruela), convertido ya en uno de los libros del 2024.
Una población, Jándula, en la que la muerte de un bebé al nacer lleva a pintar de negro la casa, los gatos e incluso alguna señora que había acudido a dar el pésame. Una población humilde en la que viven Odisto y María y sus siete hijos, a través de los cuáles Uclés narra la historia de la descomposición de una familia y de un país. Una historia que va de Alfonso XIII y su apetito sexual a todo tipo de matanzas durante la guerra civil, la batalla del Ebro o las Trece Rosas, y que incluye una entrevista del omnipresente narrador con... Francisco Franco.
Uclés ha dedicado 15 años a construir este monumento repleto de humor, imaginación e historia: “Hubo un momento en el que el realismo mágico me fascinó y quería hacer una Macondo íbera”, recuerda. “En el 2009 cogí los nombres de mi familia y a cada uno le puse una anécdota basándome en las historias que me contaba mi abuelo de los años treinta. En dos años tenía quinientas páginas y las envié a premios, al Herralde, al Planeta. Era muy naíf. Como vi complicado que me lo publicaran, me senté a escribir otra novela. Pero cada tres años la reescribía. Hasta en cinco ocasiones lo hice, la registré y brindé con mis amigos: terminada. Cada vez añadía una pátina nueva. La primera construí bien los enlaces entre la familia y esa historia costumbrista. En el 2015 dediqué un año entero a leer los grandes libros escritos por británicos sobre la Guerra Civil. Ahí consideré que, como tenía tantos personajes, los podía desparramar y contar a través de su mirada la guerra. Y luego con la beca Leonardo del BBVA durante diez meses recorrí la península y eso me sirvió para dar verosimilitud a los episodios: mejorar el habla de los personajes respecto a las regiones, qué comían, recabar material testimonial... Y al final la novela es lo que es. Ha sido una evolución. Gracias sobre todo a los noes editoriales y la gente que no quería publicarla”.
“Deberíamos tener más presente que estamos aquí dos telediarios e intentar cuidarnos entre nosotros”
“Ha sido un trabajazo, una locura. Pero no tenía prisa y quería contar bien toda la guerra y deformarla con el realismo mágico”, dice, pero no tanto el de García Márquez y el Macondo de Cien años de soledad como el de Günter Grass y El tambor de hojalata. “Cuando lo leí, dije: quiero leer algo así en castellano, nuestra vida más reciente en un realismo mágico en el que esas distorsiones no son simplemente fantasías sino que al lector le va a provocar una reflexión: que sea como un cuadro de Magritte más que uno de Dalí”.
Y cuenta que para el libro se quitó “las gafas políticas, lo que no me costó mucho” y se enfrentó a los manuales de historia “con mucha honestidad, lo que leía lo contrastaba con ensayistas de diferentes ideologías y escribía lo que consideraba que ocurrió, sin soslayar nada”. Aun así, de Franco dice que “es un personaje atroz, horrible, es tan obvio todo en su figura que lo único que podemos pensar sobre él en lo que puede haber dudas es si era un buen estratega o si le vino todo por suerte”. Un personaje atroz en una guerra cuya herida, reconoce, “sigue abierta porque la transición no la cerró con la ley del silencio, justificable o no“. ”Creo -apunta- que seguimos con dos Españas. En el carácter y la ideología. En el carácter, el español es un ser que sigue alegrándose del mal del vecino. Y si para que le pase algo malo al vecino usted tiene que pasar algo malo, que pase. Esa picaresca española está un poco en nuestro ADN. Y políticamente seguimos un poco también ahí, aunque menos que antes. Pero políticamente los extremos son hoy un calco de los de antes. Aunque a lo mejor como estamos más dormidos con las pantallas al final esto desaparece. La política ahora es Al rojo vivo , no el Congreso”.
Y en un libro lleno de citas, nada menos que casi 150, se queda con la final, de Francisco Ayala, “un diálogo entre dos muertos de ideología diferente que están bajo tierra, en la oscuridad absoluta, y le dice uno al otro: ‘Ya está, eso era todo, Y siguen viviendo los otros, y nosotros no’. Yo por mis circunstancias, porque tengo una arritmia, vivo un carpe diem constante y tengo muy presente que somos polvo. Deberíamos tener más presente que estamos aquí dos telediarios, intentar cuidarnos entre nosotros y permitir que en este juego absurdo que no sabemos bien en qué consiste ni por qué estamos aquí por lo menos tengamos todos oportunidad de preguntárnoslo”.