Lo más importante sobre mí, durante buena parte de mi vida, era que estaba divorciada. Era así incluso cuando ya no estaba divorciada porque había vuelto a casarme. Ahora llevo más de veinte años casada con mi tercer marido. Pero cuando tienes hijos con alguien de quien te divorcias, el divorcio lo define todo; es una realidad latente, una porción de ira de tu empanada mental.
Por supuesto que hay buenos divorcios, en los que todo se hace con buena educación, incluso con cordialidad. La pensión de los niños llega puntualmente. Se cumple el calendario de visitas. Tu exmarido llama al timbre y se queda en la puerta; nunca entra sin llamar y se sirve un café. En mi próxima vida tengo que conseguir uno de estos divorcios.
Una cosa buena que me gustaría decir del divorcio es que a veces te permite ser mucho mejor pareja para el siguiente marido, porque tienes un blanco contra el que dirigir tu enfado; no lo diriges contra la persona con la que vives.
Otra cosa buena del divorcio es que saca a la luz algo que con el matrimonio permanece oculto, y es que estás sola. No hay una lucha de poder para ver quién de los dos se levanta a medianoche; te levantas tú.
En lo que se refiere a los niños, sin embargo, no se me ocurre que el divorcio tenga nada bueno. En esto no cabe engaño posible, aunque mucha gente se engaña. Por ejemplo, dicen que es mejor que los niños no crezcan con sus padres si la pareja no es feliz. Pero, a menos que los padres se peguen mutuamente o maltraten a los hijos, los niños siempre salen ganando cuando sus padres están juntos. Son demasiado pequeños para vivir en dos casas. Son demasiado pequeños para asimilar la idea de que las dos personas a las que más quieren en el mundo ya no se quieren, si es que se han querido alguna vez. Son demasiado pequeños para entender que ni con toda la ilusión del mundo van a conseguir que sus padres vuelvan a vivir juntos. Y este lío moderno de la custodia compartida no contribuye en nada a suavizar la cruda realidad de los hijos de padres divorciados: para estar con uno de sus padres, tienen que alejarse del otro.
El mejor divorcio se da cuando no hay hijos. Ese fue mi primer divorcio. Sales por la puerta y no miras atrás. Había gatos, gatos a los que yo adoraba; mi marido y yo hablábamos con voz de gato. Cuando se acabó la relación, no volví a acordarme ni una sola vez de los gatos (hasta que hablé de ellos en una novela, disfrazándolos de hámsteres).
Unos meses antes de que mi primer marido y yo rompiéramos, una revista me encargó un artículo sobre el envidiable matrimonio de los actores Rod Steiger y Claire Bloom. Fui a verlos a su casa, en la Quinta Avenida, y se empeñaron en que los entrevistara por separado. Esto tendría que haberme dado que pensar. Pero estaba despistada. Lo cierto es que, visto con perspectiva, yo diría que hasta los cincuenta años he estado despistada. El caso es que los entrevisté en habitaciones separadas. Parecían muy felices. Escribí el artículo, lo entregué; la revista lo aceptó y me envió un cheque; cobré el cheque y, al día siguiente, Rod Steiger y Claire Bloom anunciaron que se divorciaban. No me lo podía creer. ¿Por qué no me lo dijeron? ¿Por qué permitieron que una revista publicara un artículo sobre su matrimonio si iban a divorciarse?
Pero entonces se acabó mi matrimonio, y alrededor de una semana después, un fotógrafo se presentó en mi antigua casa con el encargo de hacer una foto de mi marido y mía para ilustrar un artículo sobre nuestra cocina. Yo no estaba, claro. Me había mudado. Es más, me había olvidado de la cita. La periodista encargada del artículo estaba indignada porque no me había acordado, porque no había llamado, no la había avisado; y enfadada, sin duda, porque hubiera aceptado una entrevista sobre mi cocina conyugal cuando ya tenía que saber que iba a divorciarme. La verdad es que una no siempre sabe que va a divorciarse. Llevas años casada y, un buen día, la idea del divorcio se te mete en la cabeza. Se queda ahí una temporada. Le das vueltas. Haces listas. Calculas el coste. Anotas los agravios, lo positivo y lo negativo. Tienes una aventura. Empiezas a ir al loquero. Los dos empezáis a ir al loquero. Y un día pones punto final a la relación, no porque pase algo particularmente peor de lo que ha pasado un día antes sino porque de repente tienes dónde quedarte mientras buscas piso, o porque tu padre te regala tres mil dólares con los que no contabas.
No pretendo omitir el contexto. Mi primera relación de pareja terminó a principios de la década de 1970, cuando el movimiento de las mujeres estaba en plena ebullición. Jules Feiffer dibujaba tiras cómicas de jóvenes bailando como locas, buscándose a sí mismas, porque así éramos todas en realidad. Nos tomábamos las cosas demasiado en serio. Redactábamos contratos para repartir las tareas domésticas de una forma más equitativa. Formábamos grupos de concienciación, nos sentábamos en círculo y fingíamos que no teníamos celos las unas de las otras. Leíamos panfletos que decían que lo personal es político. Y, ciertamente, lo personal es político, aunque no tanto como entonces queríamos creer.
Pero el mayor problema de nuestras relaciones conyugales no era que nuestros maridos no compartieran las tareas domésticas, sino que éramos de lo más quisquillosas y nuestros maridos nos sacaban totalmente de quicio. Una cosa que recuerdo de mis grupos de concienciación es que, un día, una mujer se echó a llorar porque su marido le había regalado una sartén por su cumpleaños.
Y lo curioso es que esta mujer nunca se divorció.
Las demás sí nos divorciamos.
Crecimos en una época en la que nadie se divorciaba y, de la noche a la mañana, todo el mundo se divorciaba.
Mi segundo divorcio fue el peor tipo de divorcio. Teníamos dos hijos; uno recién nacido. Mi marido se enamoró de otra. Me enteré de su aventura cuando aún estaba embarazada"
Mi segundo divorcio fue el peor tipo de divorcio. Teníamos dos hijos; uno recién nacido. Mi marido se enamoró de otra. Me enteré de su aventura cuando aún estaba embarazada. Había ido a pasar el día a Nueva York y me había reunido con Jay Presson Allen, una escritora y productora. Cuando estaba a punto de irme a LaGuardia para volver a Washington en el puente aéreo, Jay me dio un guion que casualmente tenía por ahí, de un guionista inglés llamado Frederic Raphael. «Lee esto —me dijo—. Te va a gustar.»
Lo abrí en el avión. Empezaba con una pareja casada, en una cena. No recuerdo sus nombres pero vamos a llamarlos Clive y Lavinia, para ambientar la historia. La cena era muy elegante, y todo el mundo era inteligente, ingenioso y tenía conversaciones brillantes. Clive y Lavinia eran especialmente listos y charlaban entre sí con mucho encanto, como coqueteando. Todos los invitados los admiraban, por separado y como pareja. Por fin se sentaban a cenar y la cháchara continuaba. En mitad de la cena, un hombre que estaba sentado al lado de Lavinia le pone una mano en la pierna. Ella le apaga el cigarrillo en la mano. La conversación sigue siendo deslumbrante. Terminada la cena, Clive y Lavinia vuelven a casa en su coche. La conversación se ha interrumpido y hacen el viaje en silencio total. No tienen nada que decirse. Hasta que Lavinia suelta: «Vale. Dime quién es».
Esto estaba en la página ocho.
Cerré el guion. No podía respirar. En ese momento supe que mi marido tenía una aventura. Hice el resto del viaje anonadada. El avión aterrizó, llegué a casa y fui directa a su despacho. Había un cajón cerrado con llave. Claro. Lo sabía. Encontré la llave. Abrí el cajón y allí estaba la prueba: un libro de cuentos infantiles que ella le había regalado, con una dedicatoria de amor eterno estúpida a más no poder. Hablé de todo esto en Se acabó el pastel, una novela muy divertida, aunque en su día la cosa no tuvo ninguna gracia. Me volví loca de pena. Estaba destrozada. Me aterraba pensar qué iba a ser de mis hijos y de mí. Me sentí engañada, idiota y absolutamente humillada. Me preguntaba si terminaría convertida en una de esas divorciadas que no tiene más remedio que mudarse con sus hijos a Connecticut y de la que nadie vuelve a saber nada.
Me fui de casa, con mucho dramatismo, y volví después de muchas promesas. Mi marido entró en el ciclo habitual en estos casos: mentiras, mentiras y más mentiras. Yo entré en estado de vigilancia: abría con vapor los sobres de los extractos de la American Express, les hacía jurar a mis amigos que guardaran el secreto y descubría que esos amigos a quienes había hecho jurar que guardaran el secreto no eran capaces de guardar un secreto, etcétera. Había un misterioso recibo de James Robinson Antiques. Llamé a James Robinson, me hice pasar por la secretaria de mi marido y dije que necesitaba saber con exactitud a qué pieza correspondía el recibo, para poder asegurarla. Resultó que el recibo era de una caja de porcelana antigua que decía «Te quiero de verdad». Probablemente se parecía a la caja de porcelana antigua que mi marido me había regalado un par de años antes y que decía: «Por siempre jamás». Cuento todo esto para que se comprenda que forma parte del proceso: cuando descubres que él te ha engañado, tienes que seguir descubriendo pruebas y más pruebas, hasta que te has rebajado tanto que lo único que puedes hacer es largarte.
Cuando terminó mi segundo matrimonio yo estaba enfadada, dolida y atónita.
Ahora pienso: Por supuesto.
Pienso: ¿Quién puede ser fiel cuando es joven?
Pienso: Son cosas que pasan.
Pienso: La gente se descuida y casi nunca hay consecuencias (solo para los niños, como ya he dicho).
Y sobreviví. Mi religión es: Supéralo. Lo transformé en una historia divertida. Escribí una novela. Con el dinero que gané con la novela me compré una casa.
Dicen que con el tiempo el dolor se olvida. Es el cliché del parto: el dolor se olvida. No comparto esa opinión. Me acuerdo del dolor. Lo que se olvida en realidad es el amor.
El divorcio parece que va a durar eternamente y un buen día, de pronto, los hijos se hacen mayores, se van de casa y hacen su vida, y salvo algún destello ocasional, no vuelves a tener ningún contacto con tu exmarido. El divorcio ha durado mucho más que el matrimonio, pero por fin ha terminado.
Se acabó.
A lo que iba es a que, durante mucho tiempo, el hecho de haberme divorciado era lo más importante sobre mí.
Y ya no lo es.
Ahora lo más importante sobre mí es que soy vieja.