El malestar crónico de nuestro planeta haría pertinente el mensaje humanista que ha recorrido la obra ficcional y ensayística de Amin Maaoluf -entendimiento, reconciliación, respeto, diversidad, tolerancia..., piénsese en cualquier término que encajara en el concepto de “tender puentes” que su obra ha atraído con tanta avaricia como pereza mental-, pero la coyuntura actual -crisis migratoria, Ucrania, Gaza, el segundo advenimiento de Trump...- invitan a incurrir en lo que probablemente sea otro lugar común: el de que, ahora sí, nos interpela más que nunca. Lo cierto es que siempre lo ha hecho, lo que significa que los méritos para premiarlo vienen de muy lejos. La combinación de ser moldeado por un crisol de culturas y lenguas, y verse marcado por la guerra y el exilio, aderezado por una formación histórica apabullante y un don natural para la prosa musculosa lo han convertido en la voz que nos recuerda que todos somos árboles de raíces múltiples y repositorios de identidades variables.
Admirable, pero yo quisiera dejar de lado su faceta llamémosla “política” -basta leer los títulos de algunos de sus ensayos para hacerse una idea de hacia dónde escoran sus preocupaciones en tanto que ciudadano universal: El desajuste del mundo, Identidades asesinas, El laberinto de los extraviados...- para destacar al megalómano constructor de ficciones. Esto dicho, por descontado, en el mejor de los sentidos, por cuanto hablamos de un superdotado fabulador de aventuras y peripecias, que nos embarca en viajes por todo el globo, descubriéndonos tierras cargadas de prodigios y conflictos, de idiomas y creencias, y además con un sentido juguetón y abierto de la novela, punto donde se cruzan la historia y la leyenda, el registro documental y la reconstrucción imaginativa. Es sumergirse en León el africano, Samarcanda, Los jardines de luz o El viaje de Baldassare, por citar unos pocos títulos y pensar en grandes producciones cinematográficas o musicales en los que la escenografía y el vestuario se llevan la parte del león del presupuesto (ya me perdonarán la broma). ¿Y qué decir de sus personajes? Más grandes que la vida, ¿cómo no serlo con nombres como Hasan bin Muhammed al-Wazza-al Fasi, Tanios o Ossyane Ketabdar? No es de extrañar que el autor compusiera diversos libretos operísticos, lo que sí es una maravillosa ironía es que ocupara en la Academia Francesa el lugar del mítico antropólogo Claude-Lévi Strauss, aquel que abriera su sísmico Tristes trópicos con la frase. “Odio los viajes y los exploradores”.