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Sesenta y cuatro veces

Un amigo que se ha cambiado de piso me cuenta que, por razones de espacio, ha aprovechado la mudanza para renunciar a su biblioteca (miles de volúmenes) personal. “Solo me he quedado los trescientos libros que releo habitualmente”. Si el prestigio de la lectura esconde síntomas de sobrevaloración no siempre justificada, el de la relectura es un misterio. Es cierto que la relectura tiene avaladores de renombre, como Vladimir Nabokov, que decía que los libros no se tenían que leer sino releerse. En el vestíbulo de un hotel de la Rambla, Jean-Claude Carrière, que leía compulsivamente, me contó una historia, no sé si propia o apócrifa: que había nacido en una casa sin libros y que su padre presumía de haber leído solo uno, Valentine de George Sand. Cuando le preguntaban si no estaba harto de releer siempre lo mismo, su padre respondía: “Este me gusta mucho, ¿por qué debería leer otro?”.

Quizá por inseguridad o por impaciencia, no suelo releer los libros que me han gustado mucho con la excepción de algunos poemas, artículos y cuentos, que actúan como corpus de inspiración permanente. Con las novelas y los ensayos, en cambio, temo que, con el ansia de repetir las satisfacciones que me provocó leerles, acabe escaldado y cayendo en las mórbidas decepciones del “no había para tanto”. A veces también me gustaría tener el autocontrol de los lectores expertos que, tras décadas de ejercicio, deciden ceñirse a la relectura, siempre satisfactoria, de algunos clásicos. Les atribuyo una erudición tan envidiable como inaccesible. Quizá para compensar, me mantengo en el nivel de la lectura por voracidad y acumulación. La idea es tan primaria que me da vergüenza admitirla: como me gusta mucho leer, interpreto que cuantos más libros me trague, mejor lector seré. Es un error.

Como me gusta mucho leer, interpreto que cuantos más libros me trague, mejor lector seré

En el libro No soy un robot (Anagrama), Juan Villoro explica que tuvo un sueño: se presentaba ante un gurú que llevaba años buscando. A cada visitante, el gurú le permitía hacer una pregunta. Villoro preguntó: “Maestro, ¿para qué sirve leer?” Con una sonrisa, el sabio respondió: “Para leer menos”. Podría ser que releer fuera una manera de leer menos y, en consecuencia, de leer mejor. Villoro pertenece a la categoría de escritores inspiradores que consiguen provocarte un sentimiento de admiración y, al mismo tiempo, un recelo de envidia moderadamente malsana. La relectura bien entendida, pues, debería convertirse en un objetivo razonable, ya sea por razones de administración de espacio (como mi amigo) o como simple aspiración de madurez equilibrada. Claro que los expertos relectores también tienen sus problemas. Hace unos años, a mi querida Amélie Nothomb le preguntaron cuáles eran los libros que más veces había releído. La escritora respondió: “ La cartuja de Parma , que he releído sesenta y cuatro veces”. Repito: sesenta y cuatro veces.