Hace mucho tiempo, algo más de un siglo, seis mil obreros y un millar de presidiarios llevaron el agua del Pirineo a un desierto en el corazón de Lleida, un territorio salvaje entre Pons y Montoliu al que llamaban el hoyo del infierno , culminando una ambición que se remontaba a la Edad Media y que se consiguió, no solo gracias a su sacrificio, sino también a la visión de Manuel Girona, un burgés y un mecenas, un hombre decidido a construir las obras públicas que el estado despreciaba, pero que un país moderno necesitaba, como el ferrocarril de Barcelona a Zaragoza o el canal d’Urgell, uno de los grandes hitos de la ingeniería europea en el siglo XIX.
Esta empresa, la construcción de un canal de 144 kilómetros, que se culminó en 1861, es memorable porque superó numerosos obstáculos, ninguno más imponente que la sierra de Montclar. A pico y pala, con mulas y pólvora, se abrió un túnel de cinco kilómetros para que pasara el agua y que durante casi un siglo fue el más largo de Europa. No se sabe cuántos obreros y cuántos presos murieron por las explosiones y los desprendimientos, lo que sí se sabe es que el canal fue un fracaso. El agua fue una maldición para aquellas tierras secas que durante décadas perdieron población y no se recuperaron del todo hasta bien entrado el siglo XX.
La novela nos plantea si vale la pena esforzarnos por un futuro que no veremos
Vicenç Villatoro conoció esta epopeya hace poco más de cuatro años. Se la contó Carlos Tejedor, pilar de la asociación Amics del Bisbe Deig, dedicada a fomentar las buenas ideas en el Pla d’Urgell, y la hizo suya cuando descubrió que los protagonistas, al ver terminada su gran obra, debieron preguntarse si todo aquel esfuerzo no había sido en vano. Demasiado tarde cayeron en la cuenta de que no sabían regar con un agua que no solo bajaba salobre, sino que, además, propagaba el paludismo.
Vicenç Villatoro ha reunido esta historia en una novela que edita Proa y se titula Urgell. La febre d’aigua . El viernes por la tarde la presentó en L’Amistat de Mollerussa, un teatro lleno con los herederos de un canal que les ha dado la vida y la identidad. Sus antepasados lo construyeron pensando que el agua acabaría con el hambre y que sin hambre no habría guerras. Esta utopía, la esperanza de que el progreso traería la paz, solo se cumplió a medias porque las guerras y los conflictos, las rivalidades entre carlistas y liberales, no desparecieron. “Pero en la historia –como destacó Villatoro–, nada está escrito y todo es posible”. Basta con mantener “la voluntad de seguir adelante”.
El autor, que trazó un paralelismo entre el procés y el fracaso inicial del canal, asegura que no ha escrito “una novela depresiva, sino esperanzadora”. El protagonista, un antepasado del propio Villatoro, no vive para ver culminado el canal. De hecho, ninguno de los ingenieros, inversores, capataces, obreros, presos, militares, prostitutas y demás fauna humana que lo hizo posible vivió lo suficiente para saber que su esfuerzo había valido la pena.
Villatoro les demuestra que sí y lo hace con una prosa realista, con algunos capítulos próximos a la crónica periodística, en una novela que, por encima de todo, incluso de la luz romántica que ilumina alguna de sus páginas, es un compromiso social con las personas que trabajan para un futuro que no verán.
“Este libro –como dijo Villatoro en Mollerussa– es un llamamiento a la responsabilidad individual”, a la certeza de que los fracasos nunca frenan a la razón.