Por casualidad, asistí recientemente en París a la presentación de un libro imprescindible para el historiador del arte moderno: Paul Guillaume. Marchand d’art et collectionneur (1891-1934). París, Flammarion, 2023, de la acreditada documentalista Sylphide de Daranyi, antigua bibliotecaria del Louvre y puntillosa investigadora en el Musée de l’Orangerie de París más tarde. El relato recupera para el lector de hoy la personalidad impenetrable y las proezas artísticas de un legendario galerista de entreguerras. Visionario y ambicioso coleccionista del arte vivo, y además uno de los mayores conocedores fiables del arte aborigen africano en el momento poscolonial junto con Einstein y Ratton, sin haber pisado jamás el continente negro. Hombre de modesta cuna, se convirtió –diría que por tenacidad– en la figura señera del mercado artístico europeo entre 1914 y 1934. Sin otras armas, añadiría, que la devoción militante por la pintura moderna tardía en el efervescente París poscubista. Una mirada vigía sobre el arte sin normas ni recetas, fascinado por el poeta Apollinaire y con la imaginación despierta que lo convertirá en converso sensible de la modernidad.
La autora, con una demostrada capacidad de síntesis, describe la sensibilidad inquieta y en ocasiones desbordada de Guillaume en una trama triple que da cuenta ajustada de las andanzas del “mercader del arte”, pronto mediado de coleccionista. Recupera con acierto la impronta de Apollinaire en la transformación artística temprana del galerista, después descubre el contagioso y audaz entusiasmo del caprichoso coleccionista norteamericano Albert Barnes, que abrió a Guillaume el tentador mercado ultramarino de un arte sin fronteras, con la presencia continuada y a menudo cómplice de su sin igual compañera Juliette Lacaze, una belleza de la época, de sabia perspicacia y destreza para la intriga, con quien emprendió su andanza comercial en un local del 59 de la Rue La Boétie, apenas a una manzana de Picasso, vaya.
A través de Apollinaire, Guillaume se cuela cautamente en el círculo opaco de la bohémie parisina, con Picasso, Picabia, Matisse y De Chiricio, Marie Laurencin y el versátil Max Jacob, que lo acercó a Modigliani, de quien, vaya por dónde, se presenta ahora en París una elaborada muestra –Amedeo Modigliani. Un peintre et son marchand– en l’Orangerie hasta enero. “Novo pilota” fue el mote que el artista puso al incipiente galerista que acababa de inaugurar espacio expositivo en la Rue Miromesnil, con una selección detonante de la mítica pareja Larionov y Goncharova, cuerpo y alma de los Ballets Rusos en brillante experiencia viajera. La guerra y sus trágicas vicisitudes hicieron fracasar el proyecto, que reemprendió con Derain en 1916 en la Avenue de Villiers, de figuración cosmopolita. En 1917 Guillaume avanza seguro y se traslada a Fauburg Saint-Honoré, donde en 1918 confronta nada menos que a Matisse con Picasso y lanza la revista Les Arts à Paris. Un hombre de suerte, cierto.
En 1922 Guillaume entra en contacto, también al azar, con el imprevisible doctor Barnes, farmacéutico de laboratorio descubridor del Argyrol, que lo hará millonario, obstinado en la quimera de una fundación artística imponente en la inclusiva Filadelfia, donde irá acumulando los resultados tangibles de las batidas artísticas intercontinentales. En Barnes, Guillaume encontró energía y acción, y alcanzó a ser con el tiempo secretario de la Fundación y marchante exclusivo del millonario norteamericano, con una selecta cartera de artistas: Matisse, Picasso, Soutine, Rousseau, Modigliani y Derain. Comienza entonces a entrever el valor de su exquisita colección africana.
De vuelta a París, a la Avenue Messine, Guillaume continúa hábilmente la colección personal con un buen número de obras rompedoras, en el espacio imaginado por el pionero de la nueva decoración internacional Adolf Loos, donde los vernissages temporales son una fiesta para un público en alza, al extremo de fantasear el insomne coleccionista la creación de un genuino Museo de obra contemporánea. Los murales de Matisse La danse, para la central norteamericana de Barnes, son muestra del compromiso y la exigente incursión anual del galerista francés, literalmente en complicidad con las pretensiones del genial farmacéutico. La visita norteamericana deslumbra a la pareja francesa y lanza a Juliette al protagonismo internacional, inesperado, del diseño y la orfebrería.
Con Juliette, antes “Domenica” en el apelativo íntimo del galerista, la sombra vigilante de los Guillaume alarga el perfil del audaz connaisseur tan escrupulosamente retratado en la biografía de Daranyi. Brillantes y arriesgadas intervenciones mercantilistas y una enérgica promoción ultraeuropea de las mayores firmas de la época –Matisse, Picasso y De Chirico– demuestran la envergadura de los proyectos desmedidos de Guillaume, que no descuida artistas ni obras, como Cézanne, con una obra legendaria –Pintura con desnudo sobre fondo rojo de 1906–, las máscaras mejor guardadas de Costa de Marfil del período que media entre 1890 y 1915, y la selección espléndida de Renoir, el Aduanero Rousseau, con logros siempre excelentes como La noce, 1905, o La carriole du père Junier, 1908 –hoy en el Musée de l’Orangerie–, que con Le Revenant de Giorgio de Chirico y el impactante Arlequin et Pierrot de Derain crearon leyenda en el París artístico, ahora a las puertas del Bois de Bologne, ya en el período final del coleccionista. Un momento conclusivo que no lo fue, puesto que a su muerte la colección quedó en las manos hábiles de la astral Madame Guillaume, pronto viuda negra y absorbente coleccionista por derecho propio, ya en la última posguerra europea cuando gestionará el destino definitivo en el Musée de l’Orangerie de París del legado de Guillaume, enriquecido ahora con un “impulso clásico” que aúna a Cézanne, Monet y Gauguin, y recupera sin nostalgia forzada a Vlaminck y Utrillo en la originaria querencia formal del ávido coleccionista. Un hombre de suerte, insisto, que supo trocar su vida en servicio a la sociedad, sin otra convicción que el magnetismo cegador de la belleza sobre el tiempo, ¿por qué no?