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Muerte en Montjuïc

El nadador (2)

Un bar con vistas hipnóticas, sangría para guiris, 108 escalones y un baño refrescante para olvidar que un día nos enterrarán

Público de todas las edades acude a refrescarse a una de las piscinas más icónicas de la ciudad gracias al impacto del concurso de saltos de los Juegos de Barcelona’ 92

LV / Mané Espinosa

Que los guiris flipen con Barcelona no nos puede extrañar. Es una ciudad la nuestra coqueta y tremendamente fotogénica, nacida para el puto Instagram. Me siento en la terraza del Bar Salts de Montjuïc, con sus espléndidas vistas panorámicas, y tengo que reprimirme para no pedir una sangría como ellos. Mientras disfrutan sin saber lo que se les viene encima, pienso que cada país tiene sus propias armas de destrucción masiva y que al menos las nuestras alegran la vida momentáneamente antes de corroernos por dentro. Mejor brebajes que pistolas.

Habrán adivinado que no me decanto por la sangría, sino por un refresco al que añado un bocadillo de atún. Yo no sé el de ustedes, pero mi organismo me pide comer bocadillo de atún siempre que venga de la playa o de la piscina. Si es con mayonesa y olivas rellenas de anchoa pues ya hemos hecho el día. La gloria. Mientras ingiero el alimento, contemplo la piscina municipal de Montjuïc ante mí y si me giro sobre mi eje descubro a mis espaldas la mítica imagen que inmortalizó los Juegos Olímpicos de Barcelona pegada a una pared. Es la saltadora de trampolín rusa Yelena Miróshina fotografiada por Txema Fernández suspendida en el aire, plegada sobre sí misma como si volara, porque el agua no aparece en el encuadre y sí, en cambio, la ciudad a vista de pájaro. Cojo el móvil, saboteo mi momento de felicidad masticando el atún, y googleo el nombre de Yelena Miróshina. Me quedo petrificado. Describen primero su escaso palmarés (era especialista en plataforma de 10 metros) y acaban con un “murió cuando contaba 21 años de edad, la causa de su fallecimiento sigue siendo desconocida”.

La joven saltadora rusa de imagen inmortal se murió a los 21 años por causas que se desconocen

Me pido una sangría.

La muerte siempre está ahí. Hace una hora, antes de enterarme repentinamente del triste final de la pobre Yelena 28 años después de que sucediera, he estado charlando con Andrea, el socorrista de la piscina municipal. Tiene tan solo 19 años y le someto a un suave interrogatorio acerca de la piscina para que este bonito artículo sea rico en detalles en deferencia a ustedes, los lectores. Cuando le digo a Andrea que trabajo para La Vanguardia ­pone cara de Ricardo Tubbs y me cuenta solemnemente que un día le salvó la vida a un hombre. Que no lo olvidará nunca aunque el agraciado nunca ­volvió del hospital para agradecérselo. La muerte siempre está ahí.

El agua de la piscina de los trampolines está en desuso, sucia y verdosa, tanto que no es necesario colgar un cartel con el prohibido bañarse para que a ningún insensato se le ocurra zambullirse. Me pregunto si es estratégico que al lado comparezca la piscina grande y popular, porque su azul en comparación con su triste vecina es tan ganador como tentador. Para acceder a los vestuarios he tenido que bajar unas escaleras empinadas, concretamente un total de 108 escalones, los he contado porque sabía que acabaría en el bar y que para acceder a él habría que emprender el camino de vuelta. En subida. Una viñeta imaginada flota sobre mi cabeza con el bocata de atún que me acabaré comiendo (homenaje subliminal a Francisco Ibáñez), así que me convenzo de que el trayecto de ascensión merecerá la pena.

Andrea me guiña el ojo y me permite coger una tumbona sin pagar nada extra. Me cae bien, Andrea, salva vidas y hace rebajas, eso le convierte de in­mediato en una de las mejores personas que he conocido en mi vida. No quiero saber lo que vota Andrea en las elecciones, me trae sin cuidado.

Unos adolescentes se esconden tras unos arbustos a fumar tabaco con ingredientes. Andrea les llama la atención. Una pareja tatuada se magrea a mi derecha. Voy tomando notas de todo lo que veo y me abduce el periodista deportivo que llevo dentro. De repente me pregunto por qué se habla de Montjuïc, ahora que jugará aquí el Barça hasta el año 2045 cuando acaben las obras, como de una montaña lejana e incómoda. Yo nunca la vi así, sino como una fenomenal vía de escape al alcance de la mano. Tenerla a ella y al Tibidabo mirándose a lo lejos como retadas en duelo siempre me pareció una exhibición de abundancia orográfica. Cuando escucho a algunos socios del Barça despotricar de Montjuïc como si fuera el Annapurna suelo sonreír. Me los imagino alquilando sherpas en la plaza Espanya, ayudándose de una cordada y sufriendo por perder algún dedo de la mano por congelación. ¿Cómo aplaudiremos a Ferran Torres cuando marque gol, eh?

Finalmente procedo al chapuzón. Aunque aquí aún se disputan campeonatos de waterpolo, esta es una piscina recreativa no indicada para echar unos largos, así que se trata de desentumecer músculos y refrescarse porque el calor es asfixiante. Me acerco al borde de la piscina, guiño de nuevo el ojo a Andrea, que me vigila la mochila, y subo la vista hacia el bar que me espera de aquí a un rato con su bocata de atún. Hay que evitar a toda costa el golpe de calor. La muerte siempre está ahí, ¿verdad, Yelena?

El nadador (3)

“Y yo caminé sobre las aguas”

Joan Josep Pallàs