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Intuir el arte nuevo

La compleja exposición que presenta la National Gallery londinense visualiza, a la mirada sorprendida del visitante, la quiebra del viejo orden narrativo de representación, y profundiza en la aventura de la imagen en su deriva hacia la desnaturalización del objeto artístico. Un arte de formas sin normas, quizás, que arranca de la fantasía cromática y perceptiva de tres visionarios – Cézanne, Van Gogh, Gauguin– de identidades contrapuestas pero convencidos de las insuficiencias transparentes del canon tradicional. La búsqueda, en suma, de un horizonte artístico enraizado en la fluida evolución urbana moderna –París, Barcelona, Bruselas, Viena– que promueve en toda regla un arte provocador.

La exposición londinense escruta detenidamente la significación del artista que huye del impresionismo, en efecto, con las poderosas variables nacionales que descifran las dudas y similitudes importadas. La radical transformación urbana del activo industrial y tecnológico por venir.

‘L’automòbil’, de Casas, es todo un manifiesto: alegato feminista y apoteosis tecnológica de faros

Con algunas sorprendentes adiciones: la persistencia del artesanado disperso por la magnificación metropolitana y la incorporación silenciosa pero decisiva del colonialismo plurieuropeo, de acerado protagonismo en la percepción cultural de territorios ignorados hasta el momento. En puertas del nuevo siglo, el mestizaje artístico es un hecho diferencial determinante y el cubismo es el paradigma diáfano como para nosotros el arte norteafricano en el ocaso colonial. La potente personalidad de Picasso y las artesanías elaboradas pero bien diferenciadas de las culturas de los pueblos ribereños que nutren el denostado arte negro son el polo magnético de una complicada confluencia innovadora. Modelos de una sensibilidad inesperada.

Entre los núcleos de estructuración definidores de la modernidad en alza, insistiríamos postimpresionista, se perfila una Europa de las ciudades que rescata acaso la vieja energía tardorenacentista, pero con proyectos de reconstrucción atrevidos y sugerentes. París es el espejo legendario de la modernidad culta y beligerante que administra con capitalina percepción sensible. Berlín, como el centro acelerado y activo del industrialismo galopante. Viena se define en la avanzadilla de un arte dúplice que ve en el ornamento oriental el contrapunto necesario para el cambio. Bruselas, antigua capital del arte nuevo, exhibe las arquitecturas de Victor Horta y Josef Hofmann, barroquizantes o cerebrales como modelo para la definición significativa del ornamento urbano. Barcelona presenta con el plan Cerdà y el goticismo de Gaudí la radical propuesta de un nuevo sentido de modernidad que se alimenta de sabor antiguo.

'L’automòbil', de Ramon Casas 

Ramon Casas i Carbó / Cercle del Liceu

Daniel Sobrino acentúa en el texto del catálogo una panorámica prometedora de Barcelona, con la inquietante renovación ciudadana que define el nuevo siglo. Un aspecto de vertebración efectiva y habitable –el Eixample– y en contraposición la imaginería desbordada y exuberante de Gaudí. El asalto a un exclusivo territorio de convivencia que va a definir la sensibilidad moderna y audaz que exigen los tiempos. El bar, el café, el cine, las galerías de arte son focos de actividad transformadora de admirable energía plástica y social sobrepuestos a una trama ancestral e intemporal de vestigios históricos contundentes: la romanización y las migraciones mediterráneas que han enriquecido nuestra manera de ser europeos. Una estética urbana valiente y eficaz, reto para la pedagogía exigente y novedosa que marca la sociología del momento. Barcelona es, sí, la “ciudad de los prodigios”. Interior del Quatre Gats , 1900, de Ricard Opisso, imagina con buen ojo una comunidad ideal de arte y vida, en tanto la pintura de Nonell, Rusiñol, Casas y otros “modernistas atrevidos” colorea con brío la arquitectura nueva. La genial obra de Ramon Casas , hacia 1900, en el Cercle del Liceu de la ciudad es, diría, un manifiesto puntual: alegato feminista, apoteosis tecnológica de faros y carrocería impactantes en un capvespre otoñal, se convierte, tal vez, en uno de los iconos de la exposición. Flanqueada por Hermen Anglada-Camarasa, Picasso, Santigo Rusiñol e Isidre Nonell. Y cierra irónicamente Pablo Gargallo con La pareja , bronce de 1904, atrevida fantasía tórrida de unos amantes felices.

La exposición de la National Gallery de Londres es un homenaje, sin discusión, a la deslumbrante vanguardia que se adivina en lontananza. Una secuencia de obras impecables e implacables que vocean una nueva sensibilidad y un nuevo estadio de exigencia artística. Un Balzac en yeso vigila la sala en la que desfilan Cézanne, con un bodegón soberbio de frutas y el logrado perfil de la montaña Sainte-Victoire, y el retrato de Ambroise Vollard, frente a un espléndido atardecer de Van Gogh que complementa un paisaje de labrantío e ironiza la mirada malévola de Mujer de Arlés . Si añadimos unos Gauguin, desbordados en color, que dan entrada a Degas, La coiffure , y Toulouse-Lautrec, La lectura , tomaremos conciencia de la magnitud del empeño londinense.