Fue en Horta, una pequeña aldea no lejos de Zaragoza –escribe exageradamente Fernande Olivier–, donde la forma del cubismo enraizó definitivamente”. A la vuelta del viaje, prosigue la confidente, Picasso trajo consigo telas nuevas, dos de las cuales, las mejores, fueron adquiridas por los Stein, coleccionistas norteamericanos. Nacían entonces los paisajes geométricos que harían realidad el cubismo: formas simplificadas, geométricas, ejecutadas con el punzante equilibrio rítmico que les confiere una monumentalidad insólita. Maisons sur la colline (1909) es el testimonio gráfico de la hazaña: desnuda las tracerías secretas de Cézanne en estratos de limpio contraste formal. Sencillamente. L’Usine, Horta de Ebro (1909) es el manifiesto de una nueva verdad plástica sometida al filtro de la fotografía y dominada por una imaginación libre. La revolución artística picassiana.
La experiencia de Horta marcó a fuego las tentativas sensibles del joven artista y consolidó formalmente la experiencia visual moderna. Una creativa abstracción del paisaje en planos transparentes y compactos que moldean los efectos plásticos complementarios y constituyen unas imágenes inesperadas. A nadie escapan hoy las vivencias de Picasso en Horta de Sant Joan durante el decisivo verano de 1909, y el peso creciente de los cortes geográficos aceradamente intercalados en una orografía primitiva, siempre abrupta y desolada. Un curioso homenaje a Cézanne, tal vez, pero en un paisaje de factura y tonalidades abiertamente desabridas. Incluso cuando insistimos en el valor destacable del paisaje en una primera y temprana definición del cubismo, conviene tener en cuenta las motivaciones líricas nada irrelevantes del momento que actuaron sobre el imaginario picassiano en aquellos meses mágicos: atención a sus urgencias sentimentales, pero también a la conciencia del descubrimiento sorprendente adivinado en las confidencias juveniles del amigo Pallarès. Elementos que confluyen en el rotundo despliegue formal cubista, desde luego.
Un paisaje denso y despojado de cualquier estímulo decorativo, en suma, frente a la exuberancia postimpresionista que Picasso y un solitario Braque denostaban desde dimensiones geográficas distintas –la Tarragona interior y la Bretaña nórdica–, pero también en ambos casos más atentos al trazo lineal que a la entonación cromática, como perciben las iniciáticas construcciones cubistas. Una aventura artística a campo abierto y una experiencia plástica que va ganando credibilidad en diatriba con la dinámica impresionista menguante. ¿Cézanne geometrizado?, se preguntaba un crítico contemporáneo. Quizás solo se trate de unas formas instintivas, titubeantes acaso, pero intelectualizadas por el positivismo científico de la época.
Un crítico sagaz del cubismo, Herbert Read, situaba en el arte inseguro de Juan Gris el punto de equilibrio o inflexión imposible entre Picasso y Braque, una ficción cubista podríamos decir, que el crítico británico calificaba de “intuición blanda”, obstinado en rescatar la abstracción del brumoso confín decorativista que el gusto “felices veinte” acabaría por exigir del arte nuevo. Una propuesta, la de Horta, que deberíamos tener muy en cuenta. “El artista se siente incapaz de sentir otra cosa que no proceda de su intimidad”, sugería Braque a quien quería escuchar, en un periodo de tibieza antipicassiana y frente a quienes solo pretendían ver en el cubismo un arte distante y frío, de objetos inertes.
La experiencia de en Horta marcó a fuego las tentativas sensibles de Picasso
En tanto Juan Gris, siempre protagonista callado, retomaba los valores de la imagen y aseguraba: “Un cuadro sin intención representativa será un estudio técnico siempre inacabado”. Una pugna, como podemos ver, entre los partidarios cerrados del cubismo de la fría articulación geométrica del paisaje pictórico, impersonal y supuestamente cientificista, y aquellos que el citado crítico inglés llamaba “artistas de tendencia dura”, por seguir con una gráfica interpretación detonante en su momento. Actitud plástica, si bien se mira, puesta en cuestión e incluso e incluso sobrevalorada con imaginación por el cubismo ruidoso de la segunda generación: Léger y las derivaciones de Metzinger y Gleizes.
Los artistas atemperan la “sensibilidad orgánica” del plano plástico en contrapunto a la rigurosa materialización de la dimensión constructiva, geométrica. Y aquí apunto la exigencia didáctica a que Gleizes sometió el cubismo años después y que vendría a coincidir, como apunté, con la segunda generación cubista que Picasso apodaba con malicia “cubistas de salón”. Tal vez. El tiempo, como siempre, sería el juez inapelable. Puestos a señalar obras surgidas al aire de la disciplina cubista, marcada, quiérase o no, por el tándem irrepetible Picasso-Braque durante la primera y febril década del siglo XX, debemos a añadir con toda justicia al diligente Juan Gris. El más joven de la banda picassiana, pero aun así el artista que con mayor seriedad adelantó las raíces formales del complicado movimiento artístico en alza, al pretender deducir una escala cabal de “posibilidades de la pintura” que califica certeramente su obra madura.
Bien mirado, si tenemos en cuenta la radiante difusión europea del movimiento y su curioso salto al continente norteamericano, merced a la saga Duchamp, la responsabilidad de los recién llegados adquiere una patente distintiva ligada a su actividad en la difusión del manifiesto artístico cubista. Los hechos resultaron bastante confusos, y la denostada “rapacidad de Picasso” hacia toda obra ajena fue el discordante ajuste provocador.
La obsesión por alcanzar en la noble dimensión del cuadro, todavía pintura de caballete, cierto ilusionismo espacial genuino nos ayuda a entender las cambiantes metamorfosis del artista malagueño: desajusta comparativa e incisivamente los géneros pictóricos tradicionales –retrato y paisaje sobre todo– pero, además, se enfrenta a la hermética quimera del color y su prodigiosa eficacia a través de unos tubos de pigmento ya industriales, asequibles al mercado y de sencilla manipulación. Es verdad que Juan Gris había señalado con lucidez el camino fiable para la indagación cubista: la búsqueda de signos sensibles y gráficos quizás en mayor medida que plásticos en el momento de representar ilusoriamente los objetos sobre el plano.
La estancia de Picasso en Horta consolidó formalmente la experiencia visual moderna
Podríamos apelar, así, a los elementos abstractos en acción, sencillas propuestas coloreadas en una versátil cadencia tonal. Una pintura concreta de motivos de creciente valor plástico, en efecto. Cosas, objetos, ilusiones de objetos danzan en la superficie espacial al ritmo punteado de las formas. Pensemos que Tête de femme (Fernande) , legendario icono picassiano, data del otoño de 1909 y retoma los dibujos al carbón del verano en Horta. Un tiempo mágico.