Umberto Eco le veía como un poeta de la materia y le asombraba cuánta espiritualidad expresaba a través de objetos tan humildes. Y para el pintor metafísico Giorgio de Chirico buscaba “el enigma de las cosas generalmente consideradas insignificantes”. Aunque el mayor enigma fue él, hasta el punto de que florecieron los mitos a su alrededor y le llamaron el monje, soltero toda su vida, con sus tres hermanas también, entregadas a cuidarle a él y su arte. Y él era Giorgio Morandi, pintor insistente de naturalezas muertas existenciales y enigmáticas, pobladas una y otra vez por botellas, cuencos, jarras, aguamaniles, quinqués y floreros opacos y eternos, más allá del tiempo.
Unos objetos que para algunos simbolizaban incluso grupos de personas y que para Daniela Ferrari, comisaria de la muestra Morandi. Resonancia infinita –que estará hasta el 9 de enero en la Fundación Mapfre de Madrid y luego irá a la Fundación Catalunya La Pedrera de Barcelona–, constituyen sobre todo los objetos de una búsqueda formal: “Nada de reliquias, son instrumentos de su trabajo que transforma según sus exigencias, llenando las botellas de cal para quitar la transparencia según su elección cromática”.
Le llamaron ‘el monje’, soltero y con sus tres hermanas entregadas a cuidar de él y de su arte en Bolonia
En total, la muestra reúne más de cien obras que recorren su carrera y arrancan con uno de sus raros autorretratos en el que se ve a un hombre trabajando, vestido de forma simple y con los instrumentos de pintor. De esa pintura que unió con su vida en su Bolonia natal o en la aldea de Grizzana, donde se refugió en la Segunda Guerra Mundial. En la Primera, nacido en 1890, le tocó ir al frente, pero volvería pronto muy enfermo, y sería entonces cuando se adentraría por un breve tiempo en el estilo de pintura metafísica de De Chirico, momento del que hay dos cuadros en la muestra ya con los mismos objetos que trabajaría el resto de su vida con su propio estilo y con infinitas variaciones de color, composición y vibración.
Ferrari señala que lejos de su mítica misantropía mantuvo sólidas amistades con las que intercambiaba opiniones artísticas. Eso sí, no se movió en exceso: obtuvo el pasaporte en 1956 para viajar a Winterthur a ver el cuadro Los jugadores de cartas de Chardin, uno de sus nortes como Corot y Cézanne. Maestro de maestros, la muestra recoge su impacto en el arte actual a través de obras entre las que destaca una instalación de Tony Cragg en la que centenares de los objetos de Morandi, vasos, jarrones, cuencos, botellas, cobran tres dimensiones en vidrio blanco translúcido poblando varios pisos de estanterías, tan majestuosos como frágiles.