Muchas de las reflexiones sobre el amor de los grandes autores de la Grecia clásica mantienen su vigencia. Homero, Hesíodo, Platón, Safo o la mitología nos ofrecen instrumentos que nos sirven aún hoy para comprender nuestras pasiones y la naturaleza de la seducción. Y seguimos reinterpretando aquellas historias, de manera distinta según cada época histórica. Tanto que Esparta puede ser vista no solo como símbolo de la guerra o la austeridad más severa, sino como la encarnación del amor.
Helena es recordada, de forma un tanto misógina, como la bella mujer que llevó a los aqueos a imponer un largo asedio a Troya, la ruina de la ciudad, causante de numerosos muertos. Solemos creer que ella traicionó a su esposo Menelao para irse con un príncipe troyano llamado Paris, que no la quería devolver.
El énfasis en la traición –¿no sería más bien un rapto?– hace olvidar el desarrollo posterior de los hechos, una reconciliación feliz con Menelao, con quien compartió reinado en Esparta y tuvieron al menos una hija, Hermíone. Es por eso que, visto con perspectiva, fue su amor el que triunfó para siempre.
¿Por qué volvieron a estar juntos y a comer perdices Helena y Menelao? Mateo Nucci, autor del recién publicado ensayo ‘El abismo de Eros’ (Duomo), apunta que, tras ser poseída por Paris, ella se sintió desarraigada, pues había sido vencida por Afrodita, la diosa de las artes de la alcoba, pero, como a todos, le resultaba imposible permanecer atrapada para siempre en el embrujo afrodisiaco. Tenía que ser otro dios, Eros, el que, yendo más allá del deseo sexual, penetrara en el alma de quien a él se entregaba.
Tras ser poseída por Paris, Helena se sintió desarraigada, pues había sido vencida por Afrodita, la diosa de las artes de la alcoba, pero le resultaba imposible permanecer atrapada para siempre en el embrujo afrodisiaco
A Nucci le subleva que se haya apuntado la posibilidad de que Helena utilizara arteramente la droga del nepente con su marido Menelao, “empujándolo así a sosegar el rencor y ahogar el deseo de venganza en el olvido”. Su teoría es otra: la magia no fue de ningún bebedizo sino, simplemente, la de Eros, “el amor que se recompone y que, al hacerlo tras la peor traición, se convierte en amor inmortal, infinito, completo”.
De ahí que, como cuentan algunos, la ciudad de Terapne, donde ambos vivieron –y recibieron a Odiseo, según narra Homero–, el lugar donde ambos murieron de viejos, con pocos días de diferencia, albergara, en la cima de una colina, la tumba de los reyes de Esparta, Helena y Menelao, convertida durante siglos en un lugar sagrado, “la residencia del amor sin fin”.
Todo eso creían al menos los que, durante mucho tiempo, acudieron al santuario de Terapne. Helena fue deificada y a ella se la invocaba para ayudar en los males de amor. Las mujeres le pedían belleza que les permitiera obtener un amor infinito y duradero como el que se dispensaron los reyes de Esparta.
Seamos un poco justos y hablemos, pues, de Helena de Esparta, más que de Troya.