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¿Con qué filósofo sus conciudadanos sabían qué hora era al verle?

El reto

El reto de mañana: ¿Qué personajes de otros autores del boom aparecen en ‘Cien años de soledad’?

El filósofo más constante, cuyos horarios no cambiaban nunca

LV

La pregunta también podría haber sido cuál fue el filósofo alemán que hoy sería ruso. Porque la ciudad prusiana en la que nació este ilustrado acabó tras la Segunda Guerra Mundial en manos de la URSS. Un pedazo de tierra entre Polonia y Lituania que hoy es cuartel general de la flota del Báltico de Rusia. Una ciudad ahora llamada Kaliningrado que en 1724 era Königsberg y fue hogar de una de las aventuras intelectuales decisivas para la modernidad. Allí vivió desde ese año y hasta su muerte en 1824 el reloj de Königsberg: sus hábitos imperturbables día tras día y año tras año indicaban a los vecinos qué hora era al ver pasar al pensador.

Que, aunque escribió sobre cosmopolitismo y paz perpetua global, nunca en sus casi 80 años de vida –aseguraba que vivió tanto por su inflexible disciplina– se alejó apenas de su ciudad natal. Sí mantenía largas conversaciones con comerciantes de todo el mundo, notablemente escoceses –otra gran cuna de la Ilustración entonces, con David Hume y Adam Smith–, cuando paseaba por el puerto de Königsberg. De hecho, su mejor amigo fue el comerciante escocés Joseph Green.

Una imagen de la zona de pescadores de Kaliningrado

Belikart / Getty Images

Hipocondríaco, de formación universal, famoso por la gracia y humor con que entretenía a quien asistía a sus tertulias, el romántico Heine escribió de él que no creía “que el gran reloj de la catedral de Königsberg haya cumplido mejor su inmenso trabajo diario tan desapasionada y regularmente como lo hizo Kant: levantarse, tomar café, escribir, impartir clases, comer... todo tenía su hora fijada y los vecinos sabían con exactitud que eran las tres y media cuando Kant, vestido con gabán gris y el bastoncillo español en la mano, salía de casa de camino a la pequeña alameda de tilos que aún hoy se llama el paseo del filósofo”.

Según la leyenda, sólo interrumpió su paseo dos días: al leer el ‘Emilio’ de Rousseau y esperando noticias de la Revolución Francesa

Ocho veces lo recorría de un lado a otro y, si llovía, su sirviente por 40 años, Lampe, le seguía preocupado con un paraguas. Según la leyenda, sólo interrumpió el paseo dos días: al leer el Emilio de Rousseau y esperando noticias de la Revolución Francesa. Se levantaba a las cinco de la mañana y los días de clase salía de casa exactamente a las ocho. Al regresar, escribía hasta la una menos cuarto. Tras el paseo de la tarde, leía hasta las diez de la noche.

El resultado de tanta constancia fue una obra gigantesca. Popularizó el exhorto latino sapere aude, atrévete a saber, y con sus Críticas de la razón pura, práctica y del juicio levantó un enorme edificio. Una teoría del conocimiento, de cómo conocemos –con saber objetivo pero también visión lógica– y sus límites: Dios, libertad e inmortalidad no pueden ser objetos de conocimiento, pero sí orientar el pensamiento.

“Actúa de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca como simple medio

Y creó una teoría moral basada en la razón con sus conocidos imperativos. El categórico –“actúa sólo según máximas que puedas querer que se conviertan en ley universal”– y el imperativo práctico: “Actúa de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca como simple medio”.