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La culpa de España en el expolio nazi

Libro

Miguel Martorell documenta la complicidad de Franco y la ulterior tibieza ante el saqueo

Hitler se felicita por el resultado de una de sus operaciones de saqueo, concretamente a ciudadanos italianos

Photo 12 / Getty

En menos de diez años, Adolf Hitler acumuló 6.700 cuadros: pocos menos que los recopilados por el Museo del Prado en dos siglos (casi 8.000, de los que sólo se exponen unos 1.700). Además de genocida, el dictador nazi fue el mayor responsable y beneficiario de un gigantesco expolio que sólo en Europa occidental se estima en unas 150.000 obras de arte. ¿Cuál fue la implicación de España?

Ésa es la pregunta clave a la que, por primera vez de manera exhaustiva, responde el libro El expolio nazi ( Galaxia Gutenberg), del historiador Miguel Martorell. Y su respuesta es dura. Si la España de Franco fue cómplice de los artífices del pillaje, la España democrática sigue siendo tibia y pasiva respecto a las posibilidades de reparación e investigación de tales crímenes.

Con la ley, contra la moral

Martorell esgrime el caso del Pissarro del Thyssen como ejemplo de doblez del Estado

Como hilo conductor de su ensayo, Martorell desgrana el increíble periplo del banquero alemán Alois Miedl, marchante de Hermann Goering, quien por su parte se adjudicó unas 1.200 piezas saqueadas. Miedl introdujo en España entre 22 y 80 obras procedentes del expolio, de las que sólo la Magdalena penitente de Van Dyck ha aparecido hasta ahora. La cifra de 22 corresponde a las pinturas que se sabe con certeza que Miedl pasó por la frontera francesa porque le fueron requisadas y bloqueadas durante cinco años. Después, los hombres de Franco se las devolvieron. Sobre el resto, hasta las sesenta u ochenta que se cree pudo traer, él contó a su colega Bruno Lohse que la mayoría se perdieron porque su mujer Dora los dispersó por varias cajas de seguridad de distintos bancos en España y al cabo de un tiempo extravió el registro en que había consignado dónde estaba cada cual. Así que al final el matrimonio se encontró “con un manojo de llaves de las que sólo consiguió encajar una”. Puede ser una patraña, pero “todo cabe”.

Miedl, tan nazi como el que más, salvó sin embargo de una muerte segura o probable a “una docena de judíos”. Lo hizo como parte de jugosos acuerdos de compraventa de obras o de galerías enteras, como es el caso de la que Jacques y Dési Goudstikker dejaron atrás cuando huyeron de Holanda. El marchante se quedó con la galería de esta familia judía en Amsterdam. A cambio ofreció, entre otras cosas, proteger la vida de la madre de Jacques. ¿Un Schindler del mundo del arte? “No. No le podemos comparar con el personaje que nos mostró Spielberg. Porque Miedl nunca mostró arrepentimiento o propósito de redención”, dice Martorell.

Asesino y depredador de arte

Hitler acumuló en diez años casi tantos lienzos como el Prado reunió a lo largo de dos siglos

Franco no sólo dio cobijo a Miedl, que se alojaba en el Ritz y conducía un lujoso Ford Mercury. La dictadura española también dio entrada y amparo a decenas de traficantes y mafiosos, sobre todo de Francia, que se hicieron ricos gracias a los bienes culturales robados a las víctimas de los nazis. “España no fue neutral en la Segunda Guerra Mundial y tampoco respecto al expolio nazi”, afirma Martorell.

¿Y qué han hecho los gobiernos del PSOE y PP para restituir la justicia en este ámbito? Aparte de impedir toda investigación al mantener el “caos” y la opacidad de los archivos oficiales donde podrían hallarse respuestas, hay actitudes poco honrosas que los dejan en mal lugar. La más paradigmática es la relativa al Pissarro del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia . Los nazis se lo quedaron –bajo precio de extorsión– al expulsar de Alemania a sus propietarios, Otto y Lilly Cassirer-Neubauer. En el año 2000, su nieto Claude lo reclamó ante la justicia estadounidense. Pero un tribunal de California desestimó su demanda y dio la razón a España en virtud de una norma de 1955. No obstante, también matizaron que el Estado español estaba incumpliendo sus compromisos internacionales con las víctimas de los nazis. Martorell añade: “España se ha puesto de perfil respecto a esos acuerdos: “Habría que recordar que 37 familiares de Otto y Lilly Neubauer murieron en campos de concentración”.

El falsificador que engañó a Goering

Soldados aliados con el Vermeer que Meegeren colocó a Goering

Bettmann / Getty

El expolio y tráfico de obras de arte fue sólo la parte “glamurosa” de una operación ingente de saqueo de todo tipo de bienes que iban desde viviendas de lujo hasta simples juguetes de niño, pasando por coches, joyas o ropa. A judíos, gitanos y eslavos se les arrebataba todo sin más; al resto de ciudadanos de países enemigos se les compraba a precio irrisorio. Así “se borraba la creatividad” del arte contemporáneo, básicamente el que se hacía en Francia, y los jerarcas nazis se erigían en “príncipes de la cultura europea” en tanto que propietarios de gran parte del legado de los clásicos.

Además, el arte era uno de los pocos bienes seguros con que comerciar. Y Hitler y los suyos partían con la ventaja de haber devaluado las monedas de los países invadidos. Una operación redonda. Sin embargo, uno de los falsificadores que medraron a la sombra del pingüe negocio del expolio fue más listo que los saqueadores. Hablamos –en este caso habla Martorell en su libro– del inconmensurable Han van Meegeren, pintor de entrada mediocre. En vez de limitarse a copiar, el tipo se aprovechó de la falta de información sobre parte de la trayectoria del gran Vermeer para crear toda una supuesta “etapa religiosa” del autor de La joven de la perla. Y uno los Vermeer que se inventó, Cristo y la adúltera , se lo colocó ¡a Goering!

Cuando al terminar la guerra lo detuvieron bajo acusación de colaborar con los nazis en el expolio, Meegeren decidió confesar para que le cambiaran la acusación por la de simple fraude. No le creían; sus obras parecían tan auténticas... Pero él aportó pruebas: ante varios testigos, pintó su último Vermeer. Y la condena se limitó a un año, aunque él murió de infarto enseguida. Goering, dicen, se puso furioso cuando se enteró del tongo, en prisión, antes de suicidarse.