Diez años sin Vega

Diez años sin Vega

Diez años después de la muerte de Antonio Vega sus canciones han logrado sobrevivir al mito autodestructivo que tanto las marcó. El lirismo descarnado de Vega tuvo que luchar contra el tiempo y los contextos en los que se expresó. Escenarios mal sonorizados, iluminaciones deficientes, horarios malditos, giras desesperadas, euforias generacionales y el ritual mitificado del rock and roll no eran el envoltorio idóneo para la delicadeza de El sitio de mi recreo, Lucha de gigantes o Seda y hierro, dos minutos y medio de verdad insoportable en el mejor sentido de la palabra.

La vida del artista no estuvo a la altura de su obra, quién sabe si porque fue su peaje más doloroso. Para los seguidores de mi quinta Vega pertenecía a la tribu de los hermanos mayores, innovadores, mitificados y nacidos en el momento justo y en una España en la que la libertad se estrenó sin manual de instrucciones y les explotó en las manos. Una libertad que en su caso se filtró a través de la mirada de un superdotado que halló en la vulnerabilidad un método para transformarse en referente. Fumador precoz, tan compulsivo que murió de cáncer de pulmón y no de (“Que ningún juez / declare mi inocencia”) sobredosis, como suele contar la leyenda que lo retrata como un náufrago dibujado por Tim Burton y filmado por Iván Zulueta.

Algunos de los que en el escenario o en los estudios trabajaron con él lo describían como un kamikaze hipnotizador que les forzaba a tolerarle con una sonrisa lo que nunca le habrían tolerado a cualquier otro. El encanto oscuro, las mujeres fagocitadas por un pacto trágico de sobreprotección que las vampirizaba hasta el abismo, la informalidad extenuante, las pasiones con fecha de caducidad y una facilidad intuitiva para huir sin dejar rastro. Seductor, consentido, tan fotogénico en la salud como en la enfermedad, en la abundancia del éxito como en la dureza de los momentos en los que se perdía por los poblados zombis de la heroína o actuaba como si, para reconocerse, buscara en sus canciones el recuerdo de su propia identidad. Retorcido en el compromiso hasta hacerlo insostenible, descrito de un modo magistral por alguien que lo acompañó y que, con cicatrices en la voz y en la memoria, describe aquellos años con una fórmula precisa e indulgente: “Mucho de todo”.

La belleza de las canciones de Vega le ha sobrevivido. Muchos músicos que hoy las descubren llegan a ellas sin el nudo en el estómago del miedo, del vértigo o de la compasión y pueden disfrutar del simple ejercicio de la admiración, sin prejuicios ni fetichismos. Los supervivientes de batallas generacionales parecidas, en cambio, hablan de él con un respeto que Vega no siempre se ganó pero que no parte de ningún rencor personal sino de la gratitud de haber ­visto nacer y cantado un tipo de canciones que, en la intimidad, hoy suenan como himnos de melancólica combustión doméstica.

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