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Bacon se cita con sus maestros

Una exposición irrepetible

El Guggenheim Bilbao confronta al pintor irlandés con los artistas que le influyeron

En 1991, ya enfermo y con la fuerzas mermadas, Francis Bacon se representa a sí mismo como un toro. Es un autorretrato sobrecogedor y descarnado, en el que el artista octogenario, que había sido idolatrado como el más grande pintor vivo, se muestra de pronto como cegado, atrapado en una de sus jaulas humanas, no está claro si tratando de avanzar o de huir hacia o de algún lugar, el cuerpo difuminado por una luz cenital como si ya todo estuviera dicho o no tuviera nada más que decir, sin duda consciente de que se acercaba el final y su tiempo había terminado. Pero el cuadro contiene un detalle aún más conmovedor: bajo la obra, pintada sobre una lona descarnada, Bacon esparció polvo de su caótico y ya legendario estudio en South Kensington. Otra muesca de dolor para quien había sufrido asma crónica desde niño... Moriría un año después, en Madrid.

El lienzo se titula Estudio de un toro y nada se sabía de su existencia hasta que hace cosa de un año lo descubrió el historiador Martin Harrison en una colección “muy privada de Londres”. Ahora se muestra por primera vez en España en el marco de la exposición Francis Bacon: de Picasso a Velázquez, una muestra cinco estrellas del Museo Guggenheim de Bilbao que revisa la influencia que ejercieron en él los grandes maestros españoles y franceses, a quienes miró y quiso reinventar obsesivamente toda su vida. La muestra, patrocinada por Iberdrola, los reúne en el edificio de Frank Gehry y el efecto es deslumbrador: cincuenta cuadros del pintor irlandés, muchos de ellos nunca vistos en España, y treinta de grandes artistas como Velázquez, Picasso, Goya, el Greco, Zurbarán, Ribera, Giacometti, Soutine o Toulouse-Lautrec. En cartel, hasta el 8 de enero del 2017.

Observador de la condición humana. A la derecha, un visitante pasa delante del Tríptico-Estudios sobre el cuerpo humano,fechado en 1970 y procedente de una colección particular

EFE

El arte de Francis Bacon, observador implacable de la condición humana, es una exploración de los confines más oscuros del hombre, el sufrimiento, la soledad y el aislamiento (sus figuras casi siempre aparecen solas y cuando hay más de una, únicamente se relacionan a través del sexo o la pelea abierta, que para él era casi lo mismo), la ansiedad, el horror y la tragedia... Pinturas que tienen sexo, violencia y muerte, pero siempre fetichizadas con grandes marcos dorados y amparadas bajo un cristal, así lo quiso. El propio Bacon parecía encerrado en sus propias contradicciones. Un dandy educado, caballeroso y elegante, pero también borracho, jugador, promiscuo y pendenciero. Un adicto a los amores tormentosos. Un ateo que pintaba papas y crucifixiones (la soledad y lo más oscuro de la condición humana) y murió rodeado de monjas. Que vestía impecables trajes masculinos y se pintaba los labios de carmín.

“¿Qué le movía? ¿Qué es lo que hace que un artista se levante cada día a las seis de la mañana para pintar?”, se pregunta Martin Harrison, comisario de la exposición y editor del catálogo razonado en cinco volúmenes del artista, recientemente publicado, una tarea que le ha llevado diez años y una labor casi detectivesca hasta localizar las 584 obras supervivientes, las que Bacon no destruyó, muchas de las cuales se desconocía incluso su existencia. “Más que la angustia vital, lo que le movía era la ira. Tuvo una vida difícil, con unos padres terroríficos que le reportaron mucho sufrimiento, pero creo que su verdadera obra comienza con Peter Lacy, el gran amor de su vida. El resto sólo fueron ligues. Con él entra en su vida la pasión, el drama y la tragedia [se cuenta que podía ser increíblemente violento, tenía una vena sádica y era un alcohólico] y muchas de sus obras retratan lo que fue su relación”.

Morrison se refiere por ejemplo a Tres estudios para una Crucifixión, de 1962, en cuya parte central “Bacon es violado por Lacy, que es lo que él quería. No pintó nunca flores bonitas en el campo”. Propiedad del Guggenheim de Nueva York, más que la violencia implícita de la obra, el visitante se sorprenderá al ver al perro de Goya asomando desde la esquina derecha contemplando la fragilidad de la carne. El comisario lo ha enfrentado al Cristo crucificado con un donante (1640), de Zurbarán. Y precisamente el gran tanto de la exposición es mostrar que la aparente espontaneidad de su pintura es sólo apariencia.

Picasso le impulsó a ser artista (ahí está su Figura femenina en una playa, de 1927, que tanto le impactó), pero buscó su voz a través de muchos otros. En primer lugar Velázquez, cuyo Retrato de Inocen cio Xle obsesionaba y al que regresó una y otra vez durante toda su vida. Lo vemos aquí enjaulado, o tal vez tras los barrotes de una cuna, gritando con la boca abierta, como si hubiera sido desollado e inmerso, como todas sus figuras, en una especie de habitación invisible, unas líneas que insinúan cubos y con los que “quería centrar la atención en lo que para él era importante, la figura humana”, apunta Lucía Aguirre, conservadora del Guggenheim, al tiempo que observa cómo esa manera de centrar la mirada del observador ya está en el Giacometti dibujante. Vemos los colores grisáceos y azulados del Greco y los toros de Goya, a Van Gogh y a Rodin. Pero su arte se alimentaba también de ilustraciones de tratados de medicina sobre enfermedades de la piel, de recortes de periódicos y cómics gays, fotografías de combates de boxeo, de amantes como George Dyer, que se suicidó en 1971 la noche en que Bacon inauguraba su gran exposición en el Gran Palais, la segunda que el centro dedicaba a un artista vivo después de la de Picasso. Su anterior pareja, Lacy , también murió deshecho por el alcohol en las vísperas de su consagración en la Tate Gallery en 1962. En la exposición hay también rarezas como una exquisita marina o un paisaje urbano con una ambulancia al fondo de una carretera. Y muchos retratos, de él mismo y de amigos como Henrietta Moraes, casi siempre a partir de imágenes de fotomatón y los pocos modelos que posaron para él cuentan que ni siquiera los miraba. En su caótico estudio, replicado en Dublín y que ahora puede visitarse desde Bilbao gracias a la realidad virtual, se encontraba también tirado por el suelo el fotograma de El acorazado Potemkin en el que una nodriza horrorizada grita al ver caer el carrito de su bebé escaleras abajo. El mismo grito que vemos en uno de sus papas.