Keith Haring que estás en Barcelona

Keith Haring que estás en Barcelona

Nunca lo sabremos, pero es razonable pensar que a Keith Haring (1958-1990) se la hubiera traído al pairo que durante cuatro días se tapara su mural barcelonés con los urinarios de un festival, en este caso, el Primavera Sound del Raval. Porque el artista de Pensilvania no sólo era un apasionado de la música que hubiera disfrutado de los conciertos como el que más, sino que siempre fue muy consciente del carácter efímero de su street art. Además, la muralla de sanitarios sirvió para prevenir un mal mayor: que algún festivalero incívico orinara sobre el mismísimo grafito. Peor era la situación cuando se permitía que los coches aparcaran junto a la pared. Aquel problema se corrigió y el mural se aprecia hoy sin impedimentos.

Pero que luzca mejor que nunca –no olvidemos que la pieza es un calco de la original– no implica que tenga la proyección ciudadana que se merece. El mural se lo regaló el artista a la ciudad en 1989 para que tuviera un claro efecto propagandístico contra el sida, la enfermedad que en aquel momento alcanzaba su máximo nivel de devastación y que un año después se llevaría por delante al propio Haring.

Por eso aceptó el grafitero el enclave populoso que le ofrecieron, en la plaza Salvador Seguí del Raval. Cuenta Haring ( Diarios, Galaxia Gutenberg): “Uno de los propietarios de un burdel próximo protestó porque, en su opinión, el mural perjudicaría al vecindario porque la gente pensaría que el lugar estaba lleno de drogas y la policía cerraría los bares”. “Eso es ridículo –concluía–, porque todo el mundo conoce lo mal que está la situación en Barcelona, y el mural es sólo un intento de advertir a la gente que vive aquí de que debe ser más prudente y consciente del sida, para poder evitarlo”.

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La ciudad debe acercarse al mural de Haring, aquí temporalmente tapado durante un festival de música

Pese a sus buenas intenciones, la obra acabó sucumbiendo al proceso de reurbanización y gentrificación del Raval y tuvo que deslocalizarse. Se ubica ahora junto al Macba en un lugar noble, aunque no de paso. El museo promueve el mural, pero hay que acercarse expresamente para verlo.

Hemos escrito aquí otras veces que Barcelona vive ajena al arte que atesora en el espacio público. Sirva sólo de referencia, pero por una pieza de Haring se han llegado a pagar en subasta 5 millones de dólares. Y en cuanto al mensaje de su mural, lamentablemente sigue siendo necesario tres décadas después, en una Barcelona donde los expertos advierten que el auge de prácticas como la ruleta rusa del sida o el chemical sex demuestra que los jóvenes han perdido el miedo a la epidemia. Persiste el desconocimiento: el 71% de los nuevos infectados no tienen ni idea de que portan el VIH.

La solución parece obvia: ya que el mural fue sustraído de la vida cotidiana, tendría que ser ésta la que ahora se acerque a él. Y esta misión no compete necesariamente al Macba o al Ayuntamiento. Se nos ocurre que una ciudad que está en deuda con el artista podría comparecer junto a él en los atardeceres de verano con conciertos, lecturas de poesía –el vecino restaurante Horiginal podría trasladar aquí algunas veladas–, piezas teatrales, debates, presentaciones de libros, acampadas reivindicativas, mítines políticos, fiestas de barrio, sesiones de artes performativas, bodas, tertulias vecinales, clases al aire libre, oficios religiosos, sesiones de yoga, huelgas de hambre... todo lo que el espíritu abierto y transgresor de Haring hubiera acogido con naturalidad.

La cultura, en sus múltiples e insospechadas manifestaciones, está llamada a retomar con beligerancia el espacio público para evitar que la ciudad se pierda en la marea creciente de turistas. La situación es de emergencia. Sólo la okupación cultural de las plazas, las calles –y los callejones como el del mural de Haring– puede revertir el proceso de desnaturalización en marcha. Para ello, el Consistorio tendría que ser flexible en la aplicación de las normas que rigen los usos del espacio urbano. Y los barceloneses recuperar el entusiasmo por su ciudad que se dejaron en aquellos turbulentos pero excitantes años ochenta.

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