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Plátanos y polvos de astronauta: la discutible dieta de los estudiantes del M.I.T.

Tendencias

Cuando la comida se percibe como una gran pérdida de tiempo para llegar a ser el mejor científico

Qué comer para concentrarte mejor y superar los exámenes con éxito

El ‘Banana Lounge’ es un pequeño oasis de esparcimiento mental para que los estudiantes olviden los agobios por un instante

Marc Casanovas

La fachada principal del Massachusetts Institute of Technology (M.I.T.) impone casi tanto como el Partenón de Atenas. Una extraña aura de solemnidad se apodera inevitablemente de todo aquel que cruza las diez columnas neoclásicas que sustentan la Gran Cúpula. Un breve recorrido por los largos pasillos del referente mundial de formación de jóvenes científicos es un escaparate revelador. Se percibe un no sé qué como visitante, que a hombros de cualquiera de los 11,574 estudiantes del último curso puede llegar a ser una losa demasiada pesada.

No es el caso de Aleix París i Bordas. Este joven catalán está cursando el segundo año del Máster en Ingeniería Aeroespacial y sus perspectivas profesionales son francamente inmejorables. Actualmente su trabajo se centra en los drones que algún día no muy lejano entregarán paquetes, medicinas o comida a domicilio. Tarde o temprano, empresas punteras del sector tecnológico se pelearán por sus servicios. Y es que el que sale de aquí con honores tiene asegurada una larga vida científica para cambiar el mundo. Lo que algunos parece que no tienen en cuenta es que esa deseada perfección académica conlleva algunos costes adicionales, que no ocupan ni una sola línea en los currículums impolutos de estas mentes maravillosas.

Massachusetts Institute of Technology

La deseada perfección académica de estos jóvenes conlleva algunos costes adicionales, como dejar las comidas en segundo plano

“Mi dieta desde que soy estudiante del M.I.T. ha sufrido una involución. Al principio tenía más tiempo porque sólo hacía la tesis de final de grado. Eso implicaba que podía cocinar y me hacía mi táper. Ahora es imposible. Voy tan justo de tiempo que siempre tengo que comprar comida, si la compro. Otra opción son unos polvos que, mezclados con agua, suministran todos los nutrientes que requiere mi organismo. Es la comida de los astronautas y la descubrí aquí porque todos los estudiantes tienen un bote guardado en su laboratorio por si no tienen tiempo para salir a comer algo. Es perfecto porque comes en un minuto y puedes seguir trabajando”, dice.

El tiempo es un término que se repite una y mil veces en la boca de los estudiantes del M.I.T.. “Antes tenía más tiempo para comer”, recalca. Un día descubrió que es muy sencillo comer de manera gratuita en el M.I.T. En el recinto existe el denominado Food Court con restaurantes y tiendas de comestibles, pero en las presentaciones, charlas o conferencias ofrecen caterings de libre acceso. Incluso muchos de sus compañeros han ido de evento en evento comiendo gratis durante varios días seguidos. “Te puedes apuntar a una lista de emails denominada Free Food que te avisa cuando han quedado sobras. Con el tiempo aprendes que si no vas rápido hasta el lugar indicado, ya es mejor no ir.. He visto carreras de estudiantes hambrientos para no quedarse sin nada”.

Hablar de suicidios de estudiantes en el M.I.T. es tocar un tema tabú

Marc Casanovas

Esta es solo una de las muchas curiosidades para entender los mecanismo internos de este micromundo. Lo que pasa en el M.I.T no pasa en otro lugar. Aquí las rutinas son igual o más sagradas que una nota final. Aleix Paris lo sabe y entra cada día puntual a las 10 de la mañana y se va las 8 de la noche del edificio 33 del M.I.T. Diez horas que se dilatan en el tiempo cuando se acerca alguna fecha de entrega. Eso implica pasar algunas madrugadas en el laboratorio y, si es necesario, quedarse toda la noche sin dormir con el zumbido de los drones revoloteando en su cabeza. Pero este buen estudiante catalán no es ningún bicho raro por no pegar ojo. Son muchos los que aprovechan las puertas abiertas las 24 horas del día y los 7 días de la semana durante todo el año. Mientras el cuerpo aguante y el resto del mundo duerme, en el M.I.T. se sigue trabajando en nombre de la ciencia.

“Vivimos en un ambiente donde la prioridad es minimizar distracciones , y comer puede llegar a ser considerada como una distracción”, asegura. “Por eso a veces vemos el momento de la comida como algo completamente ineficiente. Como si estuviéramos perdiendo el tiempo”. Al preguntarle si sería un error que los obligaran a parar durante una hora para comer, duda antes de contestar: “No sé si sería un error, pero es posible que el número de publicaciones científicas del centro disminuyese…. algo se sacrificaría por el camino”.

“Vivimos en un ambiente donde la prioridad es minimizar distracciones, y comer puede llegar a ser considerada como una distracción”

Aleix Paris

La dura realidad es que las exigencias por parte de la institución para alcanzar la excelencia, que deben materializarse en publicaciones científicas relevantes, y la presión autoimpuesta por parte de los estudiantes, inmersos en una competición invisible (pero existente) con el resto de compañeros, puede llegar a desencadenar algún que otro episodio desagradable. Hablar de suicidios de estudiantes en el M.I.T. es tocar un tema tabú. En uno de los últimos casos legales seguido de cerca por las universidades de Estados Unidos por las posibles implicaciones futuras, la Corte Suprema de Massachusetts dictaminó que el M.I.T. no podía ser considerado responsable del suicidio de uno de sus estudiantes en 2009. “Mientras el M.I.T. ha tenido una tasa inusualmente alta de suicidios de estudiantes, el problema afecta a las universidades de todo el país, con un estimación de 1.100 estudiantes universitarios al año que se quitan la vida, según documentos judiciales”, decía The New York Times en un artículo reciente.

En un breve comunicado, el instituto se limitó a dejar clara su postura por escrito. Si la justicia se ponía del lado de la familia demandante, “transformaría la relación entre el profesorado y sus estudiantes”. Una relación, a veces sana y a veces tóxica, que ha vivido episodios más bien curiosos por lo que respecta a la dieta de los futuros genios. A finales del mes de febrero del 2018, la dirección del centro aceptó un experimento propuesto por 20 estudiantes. Una aula convencional del campus se convertiría durante una sola semana en un espacio de uso exclusivo para estudiantes. Profesorado o turistas, cada vez más frecuentes por los pasillos, no tendrían acceso. Lo que no podían prever los creadores ni la dirección del MIT es que el éxito rotundo de la iniciativa provocaría que la sala seguiría abierta casi dos años después con el beneplácito de la División de Vida Estudiantil del M.I.T., que donó acertadamente 1000 dólares del fondo para su mantenimiento.

Mientras el M.I.T. ha tenido una tasa inusualmente alta de suicidios de estudiantes, el problema afecta a las universidades de todo el país, con un estimación de 1.100 estudiantes universitarios al año que se quitan la vida

M.I.T.

Aparentemente, todo en el Banana Lounge es un gran acierto. Un pequeño oasis de esparcimiento mental para que los estudiantes olviden los agobios por un instante. Todo se ha cuidado al detalle con plantas interiores en todos los rincones, cojines enormes donde tumbarse, sacos de dormir azul cielo, juegos de Lego multicolor y lo más importante, plátanos, muchos plátanos por todas partes en montañas de cajas de cartón y cestitas repartidas por las mesas. Es tan abrumadora la presencia de la fruta tropical que la sala se bautizó casi inevitablemente como Banana Lounge. No en vano su nombre científico, Musa sapientum , significa literalmente “fruta de los sabios”.

Para acceder al Banana Lounge se necesita ir acompañado de un estudiante, porque un lector magnético en ambas puertas de entrada hace de barrera para el intruso. Desde los amplios ventanales luminosos se percibe el frío en el exterior. Fuera, la sensación térmica es de menos diez grados centígrados, pero una estudiante de primer año de Informática y Biología Molecular se mueve por la sala como si fuera su dormitorio. Viste con pantalones cortos de pijama, camiseta de manga corta y va descalza. Se envuelve con el saco de dormir mientras teclea en su ordenador rodeada de compañeros durmiendo en un sueño colectivo. “A veces me quedo a dormir aquí porque vivo muy lejos. Debido a las nevadas, el tráfico o simplemente por pura pereza, prefiero quedarme y no volver a casa a las nueve de la noche. Plátanos y café nunca faltan, así que aprovecho más el tiempo hasta la primera clase de la mañana siguiente”.

“No es como otros lugares del M.I.T. Vengo cuando no tengo tiempo para comer y así resuelvo el problema de tener que comprar comida”

Carina Hong

Hay tardes que el Banana Lounge está lleno hasta la bandera. Por una de las puertas entra una estudiante de primer año. Carina Hong coge un plátano antes de sentarse: “No sé decir exactamente por qué vengo tan a menudo. Lo que sí sé es que no es como otros lugares del M.I.T. Vengo cuando no tengo tiempo para comer y así resuelvo el problema de tener que comprar comida. Muchos amigos me dicen que duermen aquí porque su piso compartido es muy ruidoso y está siempre lleno de gente. Lo mejor del Banana Lounge es que todo lo que se hace aquí se hace desde la perspectiva de los estudiantes, no de los profesores. Cuando les cuento a mis amigas de otras universidades que existe este lugar con fruta gratis, me dicen que tengo mucha suerte comparado con sus miserables vidas”.

Algo de esa cierta liberación se puede entrever en los mensajes impresos en la paredes. Son de la página de Facebook “Confesiones del M.I.T.”, algo así como un confesionario virtual si la ciencia creyera en Dios: “Gracias por suministrar fruta fresca a los hooligans del Instituto. No todos los héroes llevan capa”, se puede leer en uno. “Ha pasado tanto tiempo desde que comí fruta fresca”, se sincera otro. Pero hay muchos más: “Sabemos que a muchos de vosotros esto os añade una tonelada de trabajo extra, y eso hace más feliz aún a más gente”. Aleix Paris asiente con la cabeza. Él también ha dormido algunas noches unas pocas horas en el Banana Lounge. “Entiendo que alguien pueda pensar que se prioriza el seguir estudiando a una alimentación equilibrada, pero yo puedo asegurar que he comido más fruta aquí que en toda mi formación en España”, reflexiona. Por esta u otras razones el Banana Lounge corre el riesgo de desaparecer, si Dirección toma una decisión drástica que hace algún tiempo es más que un rumor. “Hagamos que este espacio sea permanente y evitemos la clausura. Sin plátanos, sin café, sin Lego, sin siesta, sin plantas. ¡Ayuda a mantener este espacio abierto y firma la petición!”, recuerdan los promotores.

Una extraña aura de solemnidad se apodera inevitablemente de todo aquel que cruza las diez columnas neoclásicas que sustentan la Gran Cúpula

La pelota está en el tejado de la Decana de Vida Estudiantil del M.I.T. que debe sopesar los pros y contras de mantener el Banana Lounge. Por un lado, los estudiantes conviven en un espacio colaborativo que ha generado un cambio positivo en la comunidad. Una demostración palpable de que el M.I.T. no es un lugar inmutable, y que puede y debe mejorar entre todos los que forman parte de la institución. Por otro lado, se corre el riesgo de que algunos estudiantes perpetúen una dieta basada casi exclusivamente en plátanos, barritas energéticas, sobras de caterings y café gratuito. Cualquiera que sea la resolución final, no ahorrará a los estudiantes más de una noche en vela con poco o nada en el estómago. Por muy maravillosas que sean sus mentes.