Cuando los cocineros aún no eran superstars
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Cómo se ha transformado la alta cocina durante los últimos 30 años
La razón por la que los hermanos Roca no recuerdan el día exacto en que abrieron su propio restaurante, en agosto de 1986, es porque entonces no tuvieron la sensación de que hubiera nada trascendente en aquel hecho. Y porque ni remotamente pasó por sus cabezas (menos aún por la del menor, Jordi, que aún estaba en la escuela) que treinta años después El Celler de Can Roca habría convertido Girona en foco de la alta cocina mundial.
Tampoco en aquellos tiempos un joven llamado Ferran Adrià, que al regresar de la mili había conseguido empleo en un restaurante perdido en una recóndita cala al norte de Roses, intuía que aquel lugar sería el epicentro de una revolución culinaria. Y que él, que ya se trabucaba al recitar las recetas de El Práctico que conocía de memoria, crearía un nuevo lenguaje en la cocina.
Ni Paco Pérez, que acababa de recalar en el Miramar de Llançà, perdidamente enamorado de la hija de los dueños, pensaba que llegaría a tener una valiosa colección de estrellas Michelin.
Cuando abrió El Celler, en el barrio de inmigrantes andaluces de Taialà, habían pasado cinco años desde que un tal Santi Santamaria pusiera en marcha El Racó de Can Fabes, luego convertido en Can Fabes, en Sant Celoni, que en el 94 se convertiría en el primer triestrellado catalán y que cerraría sus puertas en agosto de 2013, dos años después de la inesperada muerte del chef.
Cuando los Roca encendieron los fogones, faltaban apenas dos años para que Carme Ruscalleda abriera junto a su marido, Toni Balam, el Sant Pau, en Sant Pol de Mar. Ambos habían empezado a trabajar con 16 años y creían que había llegado su momento. “Éramos jóvenes, viajábamos con la motivación de conocer restaurantes y sentíamos la fuerza de los emprendedores para iniciar una aventura con sello propio”.
Aunque Ruscalleda asegura que siente “la misma emoción y motivación del primer día”, reconoce que hoy ni su profesión ni el panorama gastronómico tienen nada que ver con el de hace tres décadas. “Los mismos vecinos que en aquellos tiempos casi me daban el pésame por querer encerrarme en una cocina, me paran por la calle para explicarme, felices, que un joven de la familia quiere ser cocinero o cocinera”.
Desde Santiago de Chile, donde acaban de terminar la gira que por tercer verano consecutivo ha llevados a los hermanos Roca a distintos países, Joan Roca recuerda que no hubo nada excepcional en aquellos días, en plena canícula, que pasaron sin pena ni gloria y con más horas muertas para jugar al futbolín que ajetreo de cazuelas. “Lo único que queríamos era poner en práctica lo que habíamos aprendido en la escuela de hostelería de Girona y aquello que veíamos en los libros de los cocineros franceses”.
Francia era el espejo en el que se miraban en las cocinas del mundo entero
“Eran los tiempos de la colección de libros de Robert Lafont, que recogía el trabajo de los principales cocineros de la Nouvelle Cuisine; de escapadas para comer en Chez Pic en Valance, a Piràmide, en Vienne, a Troisgros en Roanne, a Senderens en París, a Roger Verger en Mougins, a Geroge Blanc en Vonnas, a Alain Chapel en Mionnay, a Michel Guerard en Eugénie-les-Bains”. Eran, añade Roca, los tiempos de la Nueva Cocina Vasca. “De Arzak, de Subijana, de Castillo, Arguiñano, Roteta, Tatus Fombellida. Tiempos del Dorado Petit y Can Toni en Sant Feliu , del Duran y el Motel Empordà en Figueres…”
Cuando los hermanos decidieron ocupar aquella casa adosada a la que abrieron sus padres años atrás y que éstos habían comprado para cuando los chicos se casaran, Ferran Adrià llevaba un par de años en El Bulli. “En abril del 84 entré en plantilla y en octubre de aquel año me hicieron jefe de cocina. No porque yo fuera bueno sino porque no había nadie más”, reconoce.
En aquellos tiempos él también miraba, como todos, a sus vecinos del norte. “En 1986 estaba por un lado la Nouvelle Cuisine francesa, como monopolio, y sus principios entraban en España a través de la Nueva Cocina Vasca. Al mismo tiempo estaban las cocinas de Ramon Cabau, del Dorado Petit y otros, que no constituyeron un movimiento porque no se reunían pero donde ocurrían cosas. Todo entonces, era a un poco como la Nouvelle Cuisine tuneada. En Bélgica o Suiza pasaba tres cuartos de lo mismo. Insisto en que llevábamos cuatro siglos de hegemonía francesa. En Barcelona restaurantes como Reno o Finisterre eran clásicos que venían de la cocina de Escoffier y había gente que innovaba. Que nadie piense que aterrizamos nosotros, de repente, como si no hubiera nada. Lo que no había era una filosofía conjunta”.
Pero España, explica Adrià, era un país que apenas contaba. “Había un único tres estrellas, Zalacaín. Mandaba Francia, sobre todo con Girardet y Robuchon, porque Bras y Gagnaire aún no habían alcanzado su gran momento. Yo también mimetizaba la Nouvelle Cuisine, con pequeños cambios en alguna receta. Entonces no me pasaba por la cabeza que algún día España protagonizaría una revolución”.
No hubo, explica el cocinero, un cambio repentino en El Bulli sino una evolución paulatina. Y todavía tenían que pasar años para que llegara un reconocimiento a su trabajo que “empezó por Italia, siguió por Estados Unidos y por Alemania e Inglaterra, con Heston Blumenthal”. Pero si hay algo que tiene muy claro es que el antes y el después lo marcó su aparición en portada del dominical de The New York Times en 2003. “Habían sido 400 años de monopolio francés en creatividad y de repente desde Estados Unidos dicen: no señores, se ha acabado. Y los focos se sitúan sobre lo que ocurría aquí”.
La modernidad había llegado a través de Catalunya y de Euskadi
Sobre las razones, tiene su propia teoría Rafael García Santos, el crítico más temido y el más influyente en aquellos tiempos, ya sin artillería y alejado de la línea de fuego. García Santos, que en su día impulsó las jornadas de Vitoria y posteriormente el congreso de gastronomía de San Sebastián, explica que aunque ese protagonismo viene desde los ancestros, la autopista tuvo su parte de responsabilidad. “Mi teoría es que la cultura gastronómica entra en la Península a través de la N-1 y la N-2. La comunicación con Francia a través de Euskadi y de Catalunya marca el protagonismo de ambas comunidades, las más cultas”.
Explica García Santos que en la segunda mitad de los 80 se produjo un pulso entre el conservadurismo y las nuevas ideas que desembocarían en la revolución que tendría a Adrià como su principal exponente, que “ya no era un movimiento importado, como lo fue la Nueva Cocina Vasca. Y las jornadas de Vitoria fueron el germen de una gastronomía que buscaría caminos distintos. Un caldo de cultivo”.
“El Celler simboliza el restaurante perfecto y lo ha conseguido a través del rigor, la solidez, la hospitalidad y la humildad”
Recuerda el crítico que Joan Roca ganó allí el concurso de jóvenes cocineros cuando aún no era conocido. “El Celler, aunque no puedo hablar de un único Celler porque son tres hermanos, simboliza el restaurante perfecto. Y eso se ha conseguido a través del rigor, la solidez, la hospitalidad y la humildad. Hasta convertirse por primera vez en el número uno del mundo, fue el restaurante más barato de todos los grandes en Catalunya; siempre trató de ser asequible y estuvo muy abierto a las críticas porque los hermanos siempre se lo cuestionaron todo”.
La autenticidad es, según García Santos, parte del magnetismo del restaurante de Girona. “Porque en aquella casa, que ya llenaba mucho antes de su éxito mundial, siempre se ha respirado naturalidad. Y eso es justo lo que escasea hoy en día. Los cocineros se han alejado de la autenticidad y en la cocina se refleja en cierto modo esa falta de valores que hay en nuestra sociedad. Se busca el éxito económico y mediático. Y para mí los Roca representan lo más alejado de eso”.
El presidente de la Real Academia Española de Gastronomía, Rafael Ansón también siguió desde sus primeros pasos la trayectoria de los cocineros que hoy son superchefs . ”En los 80 había dos cocinas, la popular de cada país y la francesa. En los 90 irrumpe la cocina de la libertad, que ya no es de un país, sino de un autor, de un artista. En este espacio de libertad surge Ferran Adrià, que revoluciona la cocina. Pero quien mejor representa el cambio es la familia Roca. Desde el restaurante tradicional de los padres hasta la vanguardia de El Celler, y hasta ser el número uno, ellos son el mejor ejemplo de lo que ha ocurrido en esos 30 años que han situado España como la mejor gastronomía en términos de innovación y de creatividad”.
Para Ansón, El Celler es “el número uno en cocina, en postres, en dirección de bodega, en servicio de sala… Puede que sea el restaurante más completo del mundo. La evolución de la gastronomía en tres décadas es, en cierto modo, la evolución de los Roca”.
“En los 90 irrumpe la cocina de la libertad, que ya no es de un país, sino de un autor, de un artista. En este espacio de libertad surge Ferran Adrià, que revoluciona la cocina. Pero quien mejor representa el cambio es la familia Roca”
Treinta años pueden parecer mucho tiempo. Pero no lo es para un avance gigantesco como el que ha experimentado en España la alta cocina. Según Adrià, la gran diferencia entre la Nouvelle Cuisine y la revolución que ellos protagonizaron, la de la Cocina Tecnoemocional, es que “a los franceses los copiábamos, más o menos, sin embargo nosotros enseñamos a la gente a pensar con libertad, de modo que aplicaban técnicas y conceptos que adaptaba a su propia manera de pensar”.
Ahora, según él, es momento de consolidación. “Si observas la evolución de la Nouvelle Cuisine y de la Cocina Tecnoemocional verás que es similar. Después de la revolución viene la consolidación, y en eso estamos. Pero con un nivel de formación en cocina y en sala el doble mejor que tuvimos nosotros. Y los jóvenes quieren ser cocineros”. Eso es algo que no ocurría cuando ellos eligieron un camino que entonces era de lo menos glamuroso.
Carme Ruscalleda recuerda que cuando abrieron, el equipo lo formaban nueve personas. “Todos inexpertos; ahora, 28 años después, somos 32, todos formados y con experiencia, y nos toca atender muchos frentes”.
Aquel día de agosto de 1986 en que abrió El Celler, “sería el día en que nos pusieron el cartel de neón en el que ponía el nombre del restaurante”, no entró nadie. El primer cliente fue, eso sí lo recuerdan, Quim Nadal, entonces alcalde de Girona. Seguramente iba a casa de los padres, pero sintió curiosidad por ver qué se llevaban entre manos los chicos.