Cómo garantizar una vuelta al cole segura en enero

Desde el inicio de la pandemia, y a cada vez que los niños deben reincorporarse a las clases, se desatan mil tormentas que cuestionan la seguridad de una escolarización presencial. 

Es cierto que las últimas cuatro semanas del pasado trimestre vieron un aumento muy claro de los casos en niños de menos de 12 años, siendo este grupo, el único por entonces no vacunado, el que lideraba las cifras de incidencia poblacional. También es cierto que este grupo era el que presentaba una tasa de positividad (porcentaje de positivos de todos los testados, una medida de nuestra capacidad de detectar la mayoría de casos que se están dando) menor, lo que sugiere que en los niños se buscaban las infecciones con mucho más proactividad que en el resto de grupos, quizás como resultado del cribado al que eran sometidos los contactos de cada grupo burbuja siempre que se daba un caso positivo e el aula.

Los padres no deben relajarse: no hay que llevar a los hijos al colegio si tiene síntomas

Los padres no deben relajarse: no hay que llevar a los hijos al colegio si tiene síntomas

Xavier Cervera

Los padres nos hemos relajado a la hora de impedir que niños con síntomas vayan a clase

Fuera como fuese, en diciembre 2021 vimos múltiples brotes en las escuelas, algunos de los cuales con amplia afectación y transmisión de niño a niño, un fenómeno que no había ocurrido en olas previas, donde hasta la fecha, cerca del 75% de los casos índice detectados no daban pie a ninguna infección secundaria, y las cadenas de transmisión, cuando existían eran muy cortas y autolimitadas. 

Los chats de whatsapp de los padres de alumnos echaban humo, y se extendió la percepción de que las escuelas habían dejado de ser entornos seguros, y que los niños por tanto corrían graves riesgos yendo a clase. Como resultado, el absentismo de éstos en la última semana de curso fue más que notable, y esto, sumado a las bajas por positividad, o por confinamientos dejaron las escuelas desiertas.

Sería incongruente que se abogara por el cierre de las escuelas mientras se promulga que el resto de la sociedad normalice sus actividades

Echarle la culpa a Ómicron sería, como siempre, la opción más fácil, aunque el aumento de casos en niños menores de 12 años se inició cuando Delta era la variante 100% predominante. La llegada de variantes más contagiosas seguro que ha tenido alguna responsabilidad, pero mi sensación es que después de un año y medio de escolarización “bajo reglas estrictas”, hubo una relajación en todos los frentes que facilitó la transmisión que habíamos conseguido evitar de forma más que efectiva.

Por un lado el rigor con el que se seguían las medidas básicas de contención en las escuelas (uso de mascarillas, distancia física, ventilación, etc.) fue decayendo, y por otro, y creo mucho más determinante, los padres nos relajamos a la hora de impedir que niños con síntomas fueran a clase, una medida que sin duda facilitó la entrada de muchos virus (SARS_CoV-2 incluido) a las aulas. Si en septiembre la mayoría de virus respiratorios que afectaron a los niños fueron los habituales de estas fechas en época pre-pandémica, la llegada de la sexta ola fue multiplicado las posibilidades que niños sintomáticos tuvieran en realidad Covid-19. Moraleja: mientras la incidencia siga disparada, sigue siendo fundamental el seguimiento riguroso de las medidas de prevención, y sobre todo evitar que los niños con síntomas (fiebre, mocos, dolor de garganta o tos) salgan de casa, por lo menos hasta que se demuestre que no tienen Covid. Estas reglas deberán respetarse escrupulosamente en enero, cuando reabran las escuelas.

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La llegada de Ómicron a un contexto poblacional altamente vacunado ha traído consigo una expansión de la transmisión sin precedentes, asociada eso sí a una sintomatología mucho más leve. Esta percepción de bajo riesgo ha cambiado el paradigma de cómo afrontamos la pandemia, priorizando las medidas que favorecen la reincorporación laboral y la economía. Solo en ese sentido se entienden las reducciones en la duración del aislamiento en los casos positivos, o del confinamiento de los contactos. En este sentido, me parecería incongruente e incomprensible que se abogara por el cierre de las escuelas, mientras se promulga que el resto de la sociedad normalice sus actividades al máximo. ¿Quién se quedaría en casa a cuidar a los niños?

Así pues, si la situación no empeora de forma mucho más dramática (en cuyo caso mi apuesta sería por un confinamiento express del total de la población, no solo de los niños), las escuelas deberían reabrir puntualmente y sin excepciones. Será importante reforzar la pedagogía sobre los protocolos ya existentes de prevención, así como refrescar la memoria a los padres de en qué situaciones es aconsejable que los niños no vayan a clase. No sería descabellado plantear que sólo los positivos confirmados se confinen en sus casas, y que los contactos estrechos, si asintomáticos, puedan seguir acudiendo a clase sin que se tenga que confinar la totalidad del grupo burbuja. Si a esto le sumamos el impacto positivo que tendrá la vacunación de este grupo -tal y como pudimos experimentar en septiembre 2021 entre los adolescentes- podremos sentirnos de nuevo orgullosos de nuestra apuesta decidida por una educación presencial al 100%.

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